Entra letraheridos, se habla mucho de libros y de poetas conocidos de unos y desconocidos de todos los demás. Como la vida no da, oímos los nombres como quien oye llover, dejándolos pasar, pero a veces un levísimo repique en la voz de quien habla nos hace pararnos y anotar el nombre. Estefanía González había escrito —decían— un hermoso libro de poemas sobre la muerte del padre y un libro de aforismos. Ah.
Estefanía González (Grado, Asturias, 1970) es una poeta auténtica y atrevida. Así se presenta en su libro Dios en la ría (Bartleby Editores, 2022). Inquietante, donde se asoma a la conciencia con una visión estereoscópica de pudor y verdad. Alguna culpa la persigue. Y también la muerte, del padre, sobre todo, y antes la del amor. No hay tremendismo, aunque no les tiene miedo a las grandes imágenes oníricas ni a la intensidad. Da versos muy redondos: «Sólo hacen falta dos para que nazca un mundo»; de temple aforístico: «Terminada la música,/ rueda al pecho la esperanza». La sección «Cuerpo de padre» hubiese sido una mina para mi antología de poesía filial Tu sangre en mis venas: «Es mi padre, el gran nadador./ Es un mago./ Se interna en un mar sin espuma.// Hay nubes muy altas». Lo califica como «padre interminable», y yo, pienso en mi madre, y digo: «Así es».
González escribe inserta en una tradición, que no le basta. En ese juego arraiga toda la poesía contemporánea que merece su nombre: «Dialogo con otros que dicen,/ que antes que yo han dicho,/ mucho de la muerte,/ pero no lo mío. // Me crezco y me espanto».
Una lectura más amena y refrescante en su libro de aforismos, pero escritos en el mismo espíritu de honradez literaria a toda costa. Y con la poesía por bandera. De hecho, una veta temática del libro Esporas (Cypress, 2024) consiste en una poética fragmentaria pero coherente: «Cayó el poeta en las redes y gritaba», nos advierte del peligro. También avisa: «El poema que leo me pertenece». Y da una pauta crítica: «Poema que huele no falla». Y más crítica aún: «Asisto a un evento de poesía que me recuerda, por ser su reverso, lo que la poesía es».
Ya han detectado ustedes el humor. Lo usa a lo Eder. Para quitar solemnidad de máxima a sus aforismos, pero darles la ligereza de la poesía más contemporánea: «Coquetear es andar por el bordillo». Más tarde se confiesa en este aforismo, tan refrescante: «Todo el día seria y excelsa, pero es tomarme una cerveza y gravedad cero». Incluye algún microrrelato: «Esos hombres de al lado están hablando de llorar. Escucho con la vista clavada en el libro».
Entre unos y otros, humor y lucidez, abundan las delicias, que, para ustedes, recoge el barbero del rey de Suecia:
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Aprender a escribir es aprender a callar. A dejar sin decir todo eso que podrías decir.
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¡Qué inteligente es! ¡Opina lo mismo que yo!
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Me gusta la gente normal. Es tan rara.
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No basta que el autor sea bueno. Tiene que hablarme a mí.
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No renegaré de la alegría aunque la culpa me atraviese.
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¡Es urgentísimo relajarse!
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La libertad, hasta la raya.
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El silencio monta el día como si fuera nata.
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Soy muy vergonzosa ajena.
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Y para celebrar el sol haré un poema que se entienda.
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El poeta nunca mira solo. Y tú, menos.
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Deja de fingir. Quien se ha aceptado a sí mismo no odia el mundo.
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Hacerse sabio es que cada vez haya menos distancia entre querer, deber y poder.
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La mayor distancia es el desamor.
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Es ver un bebé y dar gracias.
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Dar vueltas en la cabeza a un problema está bien, pero asegúrate de que es un problema.
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