Aún no se lo he dicho a mi jardín (Errata Naturae, 2021), el precioso título que Pia Pera (1956-2016) puso a su diario o cuaderno de notas de los últimos tiempos de su enfermedad, es todavía más bonito en su versión original: Al giardino ancora non l’ho detto (Ponte alle Grazie, 2011). Y encima está directamente inspirado en unos versos de Emily Dickinson: «I haven’t told my garden yet». No es un adorno culturalista, porque Pia Pera, aquejada de ELA, va quedándose encerrada en su jardín, en su casa, en su cuerpo, en su cuarto, en su mirada, en su alma…, como, por otros motivos, la gran poetisa americana. Y sabe extraer también de su viaje al centro de la conciencia un libro muy dickensoniano, lleno de sombras y luces, de misterio y poesía, de silencios y emoción.
No fue el primer título que barajó la autora. Las dificultades que tiene para dar forma a su libro no se nos esconden y se reflejan en sus vacilaciones. «Busco la forma, también en este libro, y no la encuentro». […] «El libro, según me lo había planteado, ya no me convence; El jardinero y la muerte me parece una pose. […] Sí, escribo, pero más que un libro es un cuaderno de apuntes».
No sé qué libro tenía planeado, pero el cambio de planes ha mejorado mucho el proyecto inicial. La potencia del libro estriba en esos cambios de planes. Quiero decir, en asistir a la evolución de la autora sobre la marcha y sobre la marcha de su enfermedad en bruscos zig-zags de opiniones, posturas, ideas y circunstancias.
En nada se percibe con más intensidad que en su posición sobre la eutanasia. Impacta la curiosidad tan humana con que se acerca al problema ético y existencial que implica. Cuanto más enferma está, más dudas tiene sobre su legitimidad, que, en principio, le parecía tan indiscutible como atractiva. Pesa mucho (es una presencia casi hamletiana) la sombra de su padre: «Me acuerdo de mi padre, que me decía que cualquiera que tuviese un mínimo de inteligencia no podía no suicidarse». Repasa instituciones o empresas que se la aplicarían cuando llegue el momento. Pero siente un instintivo rechazo a la actitud comercial que percibe: «Como toda publicidad, aquélla también era más alegre de la cuenta; quizá no falsa, pero sí unilateral» […] «miro con recelo a quien decide dedicar su vida a la propaganda de la muerte; los activistas y los fanáticos no son santos de mi devoción». Cuánto más enferma se encuentra, más ama la vida. Este libro muchas veces recuerda al Diario de la felicidad de Nicolae Steinhardt, por su condición de apuntes biográficos y porque encuentra una veta de felicidad muy pura en las peores circunstancias personales.
Las reflexiones sobre el jardín (al que ha dedicado buena parte de su vida) se entienden mejor si se leen a trasluz del recuerdo de Loa a la tierra (Herder, 2019) de Byung-Chul Han. Son libros hermanos. En ambos casos, el jardín, ese espacio cerrado para el mundo, abierto para la trascendencia, adquiere un protagonismo transformador. De ambos títulos se sale con ganas de buscarse una buena zoleta y un terrenito fpara cultivarse el alma.
Junto a la enferma, a la escritora y a la jardinera, Pia Pera se revela como una gran lectora, que transmite el gozo y la seriedad exigente de los libros. Se le nota en frases como ésta: «Hoy me he pasado casi todo el día tumbada leyendo, intuyendo los cambios de luz a través de la ventana». O en la nómina de autores que repasa: Florensky, Camus, Dostoievski…Y con los que conversa con una edificante intimidad.
Hay también un espacio muy cálido para la amistad. Otra protagonista del libro es su perrita «Macchia»; que es una de las razones principales para esquivar el suicidio: «Haría cualquier cosa para no abandonarla», Esta relación trae inmediatamente a la memoria a «Flike», el terrier de Umberto D, la inolvidable película de Vittorio de Sica.
No todo es suavidad y ternura, ni mucho menos. Rompe el corazón del lector la credulidad de la autora con todo tipo de creencias y terapias alternativas y más o menos orientalizantes, en las que se deja tiempo, dinero e ilusión. Ella se trae un meritorio vaivén —otro— entre la crítica y la ingenuidad, pero recae: «¿Qué necesidad tengo de dejarme engatusar con toda esa superstición?», se amonesta. Es la esperanza que se resiste a la rendición, pero al lector se le hace cuesta arriba.
Eso no debería distraernos de la identificación de la protagonista con su jardín. La paulatina inmovilidad de la autora la asemeja, según ella va constando, a sus propias plantas. Agradece, cada vez más, los cuidados, el amor del sol y del agua, el sustento de la tierra. Pero, a la vez, como sugiere pudorosamente el título, el jardín resulta cada vez más ajeno y lejano.
Se va imponiendo poco a poco un tono, nada moralista ni impostado, de examen de conciencia: «Abrazando, con toda la ternura posible, esta alma trémula que teme haberse equivocado en todo». El libro es la prueba de que Pia Pera ni se ha equivocado en todo ni será pasto del olvido, como las hojas de otoño, que la estremecen. Si una vida sin examen no merece la pena de vivirse, según Sócrates; una vida examinada con tal honestidad, ha merecido la pena. Desde luego, la de leerla.
Acaba el libro con una nana infantil de Stevenson, naturalmente de Jardín [el subrayado es mío y es obvio] de versos para niños, que adquiere un estremecedor sentido simbólico. Es el poema del pequeño que se lamenta de tener que levantarse en invierno, cuando es de noche, pero sobre todo de tener que acostarse en verano, cuando el cielo es azul y claro todavía, y le gustaría tantísimo seguir jugando.
El barbero se ha transmutado en jardinero que ha recogido un buen ramillete de flores:
¿Y si es el alma lo que se transparenta cuando está a punto de desaparecer? ¿Será justo eso la belleza, entrever fugazmente lo invisible?
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No cabe duda de que ya no soy atractiva a ojos ajenos; sin embargo, ahora me siento más vinculada interiormente que nunca a una suerte de belleza y armonía impalpables.
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Este ha sido el año en que me he enamorado de los tulipanes.
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También ese jardín que es el cuerpo requiere mucho, mucho trabajo, que unos ratones y puercoespines invisibles roen sin cesar. Vivir es una guerra de trincheras constante.
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Ha venido Francesca, la joven novia del hijo de Tommaso, a llevarse algunos libros rusos. Qué alivio ver marcharse todos esos tomos pesadísimos: formalismo ruso, versificación, semiótica… Poco a poco se forman dos altas pilas. […] A sus veintitrés años, reconozco en Francesca la avidez de libros de mi juventud. A saber si acaba leyéndolos. Caigo en la cuenta de que compré tantos de ellos que ya no recuerdo nada […] ¿Será consciente Francesca de que también le estoy pasando una carga?
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Consternada al darme cuenta de que sólo he rozado el tiempo en el que he vivido.
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[La enfermedad] Es como si me hubieran traído la cuenta de golpe.
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[Hace examen de conciencia de su crítica de antaño a los enfermos que se empeñaban en vivir, a los ancianos y a las familias numerosas] Un caleidoscopio de imágenes, todas ellas facetas de una carga vital que en su momento no entendía, pero cuyo encanto veo ahora con claridad. Antes mi actitud era casi de condena hacia todo ese activismo y derroche de energías no renovables; ahora me pregunto si no sería sólo mi incapacidad para entusiasmarme con la vida, camuflada de puritanismo ecológico.
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Tengo muy claro que la verdad es inalcanzable, pero ésa no es una buena razón para ceder a la picardía.
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Uno de los aspectos más desagradables de la enfermedad es que te priva de la soledad.
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[Describe minuciosamente una comida con amigos —quiénes, dónde, qué, etc.— y termina como cuando aparece por sorpresa la tarta:] El cumpleaños más bonito de mi vida.
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Lo bonito de esta enfermedad, y caigo en la cuenta mientras leo un libro sobre los musgos en los jardines japoneses, es que me obliga a hacer lo que no me atrevía pero deseo: quedarme donde estoy.
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Y mi renuencia a acabar este libro, ¿será también miedo a morir?
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Inconsciente discípula de mi padre, que me transmitió la vanidad de todo […] exceso de espíritu crítico que destruye la vitalidad y el entusiasmo.
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Los pétalos del ciruelo, que caen livianos, dibujan el viento.
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[Recoge con reverencia estas frases de su amigo Emanuele Trevi] «Opino que la máxima nobleza humana consiste en mostrar el máximo grado de indiferencia posible hacia la muerte, que siempre deberíamos tratar como a una pelmaza que se nos acerca por la espalda mientras aún estamos enfrascados en algo mucho más interesante».