El auge del aforismo español actual [y hasta escribiría «esplendor» en vez de «auge» si no fuese yo tan parte como juez] no puede entenderse sin Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952). Por su talento, por supuesto; pero también por tres razones añadidas, que fulguran en su nueva entrega: Cafés de techos altos (Renacimiento, 2021).

 

1) Por su dedicación casi exclusiva al género: lo que lo redime de cierto halo de violín de Ingrès. De hecho, en su libro se puede espigar una fervorosa defensa del aforismo como género autónomo y, aún dice más, exclusivo. ¿O es que alguien creyó que Eder está hablando de disciplinas deportivas aquí?: «Un jugador de baloncesto nunca podrá ser un buen jockey». ¿O aquí?: «Los aforismos no les gustan a los lectores de bestsellers». ¿O haciendo política monetaria?: «Más vale la calderilla de uso legal que un billete falso».

 

2) Por la constante atención de Ramón a las características específicas del género. Ramón Eder tiene escondido entre sus libros un tratado sobre aforística y alguna recopilación metaaforística en su haber. En Cafés de techos altos no estamos ante una excepción. Véanse varias muestras: «Las ocurrencias vuelan, los aforismos quedan»; «Como el jamón necesita la sal para curarse y durar el aforismo necesita la agudeza»; «Baltasar Gracián, maestro de aforistas en todo el mundo, en España es considerado como un ornitorrinco».

 

y 3) Por su inconfundible personalidad estilística, que nos recuerda que el aforismo no es un molde uniforme e indistinguible, sino un género tan propicio a expresar el alma de cada autor como la poesía más propia. Ramón Eder reclama esa autenticidad como una característica esencial del aforismo de calidad superior: «Nadie es realmente un escritor hasta que inventa al personaje que firma sus libros»). Cabe, incluso, que en esta entrega acaso incida más en este particular. «Los escritores que nos gustan nos gustan a pesar de sus errores y los que no nos gustan no nos gustan a pesar de sus aciertos». Cuando habla de que «el aforista auténtico es siempre un emboscado», quizá está avisando del secreto carácter moral de su aforística. E insiste en su estudio implícito de la personalidad del autor y su incidencia en la calidad del texto: «Si alguien dice: “El vino es poesía embotellada” pensamos que ha dicho un tópico barato, pero si sabemos que el que lo dijo fue Stevenson la cosa cambia».

 

 

Siento estos tres motivos de peso, la razón fundamental de su importancia dentro del auge del género, ya hemos dicho nada más empezar, que es su talento, que no tiene explicación que valga. No puede reducirse a fórmula. Lo mejor es ver cómo se formula en sus aforismos. Pero siendo demasiado fácil hacerle un «barbero» a un libro de aforismos, al ser ya los aforismos, como dijo Alonso Pinto, «las frases subrayadas de un libro intonso», me he puesto —para compensar— un límite exigente y casi mortificante. El barbero ha escogido sólo doce aforismos.

 

Los aburridos prefieren estar mal acompañados que solos.

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Si a la vida le quitas todo tipo de trascendencia la conviertes en algo intrascendente.

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El éxito es simplemente vivir con alegría.

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El sex-appeal cambia cada diez años.

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Triunfar haciendo el ridículo es ridículo.

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Si pensamos demasiado despacio sólo pensamos tonterías.

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Escribir es añadirle islas al mar.

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Cómo nos gusta oír que alguien nos diga: «Qué guapa era tu madre».

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Son admirables los artistas que siguen buscando en pleno siglo XXI nuevos vínculos entre verdad y belleza.

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Los «antipeoristas» son los que, más que luchar por un mundo mejor, algo que su pesimismo les hace pensar que es imposible, luchan por evitar un mundo peor.

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Los católicos creen que la muerte es una ficción basada en hechos reales.

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La aristocracia del espíritu está formada por una minoría que practica la ironía y la compasión.