Hay una idea de T. S. Eliot tan atractiva como verdadera: el amor a la poesía se demuestra en la práctica con el vivo interés por poetas que se salen del canon de los imprescindibles. El capitán Aldana, además, de don Francisco de Quevedo, por ejemplo. O el chileno Ibáñez Langlois, junto al chileno Neruda. Etc. El poeta que traemos hoy al barbero cumpliría esa función en contraste con un Luis Alberto de Cuenca o un Luis García Montero. Es Antonio Cáceres (Madrid, 1960) un poeta apartado, por todo. No ha tenido prisa ni ansiedad. No ha sido un joven prodigio. Ha publicado cuatro libros. Ha vivido fuera de los focos de los congresos y los premios. 

Pero sus poemas son una delicia, con una voz inconfundible y con un mundo propio. Su último libro es excelente. Se titula La luz más quieta y lo ha publicado la Fundación José Manuel Lara, en Sevilla.

No es un título lírico sin más. Evoca el espíritu de la buena acuarela. Y al hacerlo hay un guiño de verdad biográfica. Antonio Cáceres las pinta. Conviene fijarse en la de la cubierta, que 1) es suya; 2) es preciosa y 3) adelanta esa transparencia luminosa que van a tener los poemas que siguen.

Quizá la parte más sublime son los poemas de recuerdos de infancia. Como cuando se sube al árbol en el poema «El mandarino» O su evocación del último día de las vacaciones infantiles en «La despedida», que yo, como indígena de un pueblo de veraneantes, he vivido desde la otra orilla. Al leerlo me he visto reflejado (invertido) en un espejo.

El acuarelismo no es blandura ni facilidad. Hay una gran voluntad de construcción de los poemas. El poeta juega con el paso del tiempo («La vida abundante»); con los cambios de perspectiva, con los finales sorpresivos («Dos días en la misma playa»), con la narratividad («La respuesta elegante») y con las formas clásicas; y demuestra aquí y allí un gusto exquisito por la tradición flamenca. Merece una mención especial el poema a José Mateos, tan construido, tan clásico, tan intertextual. Yo quiero hacer una antología titulada A José Mateos, tan dedicado, que recoja los muchos textos que se han dedicado al poeta jerezano, como muestra de su magisterio. Empezando, claro, por aquel poema inaugural en Las tardes (1988) de Francisco Bejarano: «A José Mateos, tan delicado». El poema de Antonio Cáceres será una de las grandes páginas del libro: «Un encargo de Neptuno para José Mateos», se titula.

Tanto silencio y luz quieta, tanto afinidad con el misterio, encuentra un campo afín en los sueños. Lo onírico es uno de los temas nucleares de este libro. Pero como estamos ante un libro muy diverso, también hay poemas políticos. A mí me parecen más flojos, aunque pueden engañarme perfectamente mis prejuicios políticos. El poema en honor de los inmigrantes ilegales no deja bien a los policías que vigilan nuestras fronteras. Sabe ver, desde luego, el heroísmo de los inmigrantes; pero debería chocar igual que si yo escribiese una oda a la audacia de la evasión fiscal.

Son leves desacuerdos que la poesía de ley de Antonio Cáceres restaña enseguida. Qué gran elegíaco es. Véase el poema «Al vender El Morisco», que reproduzco al final del barbero como un melancólico y bellísimo fin de fiesta. Porque leer a Cáceres, aunque silencioso, nostálgico y discreto, es una fiesta:

Tú y yo somos espejo y nos miramos.

*

Esa expresión hierática de burla
de que es capaz tan sólo la belleza.

*

[Un poema que termina dándose la razón. Cuenta una historia con una dama misteriosa que le dice al final]:

Y yo, ¿a qué me dedico? Yo soy musa.

[Y desde luego ha inspirado un estupendo poema.]

*

[Esta maravilla de cuando, con un poco de ayuda meteorológica, el poeta es capaz de doblarle el pulso a la tristeza]:

Salió un rayito de sol
y lo demás, lo hice yo.

*

… los quehaceres
no pasan de ser pasatiempos.

*

La lluvia cae tan fuerte que no hay cielo.

[Verso que ha tenido que ver un fino acuarelista.]

*

Acompasan su ritmo los delfines,
para José Mateos bailan. Cerca,
muy cerca de los ojos que ya nunca
volverán a mirar del mismo modo.

*

Al vender El Morisco

El Morisco está en venta: un solar blanco,
unas fanegas de ásperas colinas,
retamas y lentisco; las encinas
agarradas al suelo entre jaguarzos.
 
Aquí fuimos felices, disfrutamos
días llenos de luz, noches tranquilas,
la guitarra y el pájaro, la esquila.
Aquí vimos brillar los astros claros.
 
Pasan lugares, nombres, rostros. Pasa
el que quisimos ser y nunca fuimos.
Lo que creímos que era eterno y nuestro.
 
Y queda solamente la nostalgia,
agridulce sabor de haber vivido.
No será nuestro amigo nunca el tiempo.