Abrir un libro de Delibes se parece a cuando, en una habitación cargada de humo (o tempora, o mores), abríamos una ventana y respirábamos el aire puro de la fría noche. Con Delibes tuvimos al último gran escritor de la vieja escuela, aquel en cuyas líneas no encontraremos la expresión “mirada cómplice”, ni la palabra “autoestima”, ni “poner en valor”, ni “encontrarse a sí mismo”; si no que leeremos “azada”, “aperos”, “trajín”, “yunta”, “galga”, o “perdigón”. De un mundo de “sororidad” y “resiliencia” (signifiquen lo que signifiquen estos artefactos), huimos a los libros de Delibes para meter la cabeza en el agua cristalina de un regato que cruza un bosquecillo, mientras resuenan a lo lejos los disparos de la partida de caza. Escuchamos el silencio. Olemos la tierra húmeda.

 

La cucaracha

 

Alguna vez he dicho que el reverso luminoso de La colmena es la película Tiovivo C.1950 de José Luis Garci. Mismo género y procedimiento narrativo, mismo “montaje”, pero con una mirada sustancialmente distinta: en Garci hay nostalgia, amor por lo que fuimos, piedad por los humanos, poesía de lo cotidiano y el detalle palpable. En Cela hay asco por el ser humano, su prosa rezuma sordidez y parece escrita con la mueca que se pone al pisar una cucaracha, como terriblemente escribiera Cernuda, desolado en su quimera. Cela era muy buen escritor, y se le admira: ese pisotón lo da de un modo perfecto. Esta comparación tiene el fallo de la asimetría, pues es entre novela y película. Podríamos nombrar entonces a Delibes como «el Cela bueno», aunque no haya ninguna novela suya con la misma estructura o motivos que La colmena; y, además, no es el mismo caso de Garci, pues en Delibes hay una mirada triste y una atención, si no a la sordidez, sí a esa mancha de humedad en el techo, a esas horas del domingo que se clavan en el corazón como puñaladas lentas. Pero es que la tristeza es algo muy diferente de la desesperación o la náusea. La tristeza es legítima, y de ella puede nacer la esperanza.

 

La Ramona

 

Estaba yo en 1º de B.U.P. cuando nos hicieron leer El camino (pincha aquí para leer la reseña sobre el libro). Sólo por esto no puedo militar en el bando de los que denostan las lecturas obligatorias, aunque Borges sea su máximo ariete, pues gracias a estas listas, y a esa edición de bolsillo comprada en Papelería-Copistería Ramona, conocí a Delibes. (Permitidme: cuánto debemos a esas papelerías de barrio en las que, a falta de una librería de verdad, los niños de barrio comprábamos las ediciones de bolsillo de Cátedra, las negras, con los coñazos de estudios introductorios y notas al pie, y las de Castalia, y esos Lazarillos y Quijotes y árboles de la ciencia y selecciones fotocopiadas del Siglo de Oro, entre sacapuntas metálicos y gomas Milán Nata, y compases y mapas mudos de España, físicos y políticos. La nostalgia es un burdo pasatiempo que a veces uno se debe permitir).

 

 

Como iba diciendo, gracias a que en mi colegio decidieron que todos debíamos leerlo, abrí las páginas de El Camino y me sumergí en un libro de poesía en prosa, que hizo que un niño de piso y plazoleta tuviera nostalgia del campo y sus ritmos: Daniel, el Mochuelo; Roque, el Moñigo; Germán, el Tiñoso… La pena que Daniel tiene por abandonar su pueblo y marchar a la ciudad a estudiar la entendemos todos, aunque no hayamos salido de nuestro barrio, porque Delibes nos lleva de la mano desde un valle en un prado y una vaca a un bosquecillo y una presa, y a todo eso vamos diciendo adiós, como en el poema de Stevenson “Farewell to the farm”. 

 

 

El falso novelista

 

Llegué a pensar que Delibes no era novelista, porque casi nunca desarrolla la típica trama que exhibe una presentación, sufre su nudo y goza su desenlace, como en los novelones decimonónicos o la pujante novela negra actual (aunque después del Ulises a cualquier texto de ficción de más de cien páginas se le llama novela). Pese a la excepción de Mi idolatrado hijo Sisí (más conocida por su versión cinematográfica, Retrato de familia), y de la tardía El hereje, Delibes es un novelista poético. Sus mejores obras no tienen estructura clásica de novela, y pondré como ejemplo sus grandes éxitos: El camino, Las ratas, Los Santos Inocentes, son libros breves, hechos de estampas aisladas con una mínima hilazón entre ellas, y sin una trama que enganche al lector devorador de best-sellers.

No es Delibes un autor de “page-turners” (como dicen los pedantes, siempre tan bilingües aunque no hablen inglés). Si lo que le da gustito, lector, son los nervios de no saber qué viene después, los sustos y los giros repentinos de acontecimientos (“plot-twist”, por seguir la mamarrachada), busque en otro lado. Su prosa es poesía sin versos, pero también sin cursilería. Así, Señora de rojo con fondo gris (pincha aquí para leer la reseña sobre el libro) , breve despedida en carne viva a su esposa enferma, prodigio de contención (esa virtud tan importante en la Literatura), tampoco es una novela al uso.

 

 

 

Ni su archiconocida Cinco horas con Mario, que es un monólogo dramático. No quiero decir que no haya técnica y trabajo en su obra, sino que estas no son las propias de la novela clásica. En Cinco horas con Mario hay un trabajo estructural propio de una fuga de Bach: temas, y motivos, que aparecen y desaparecen y vuelven a aparecer con variaciones, hasta que forman un acorde final: un rostro dibujado, de Carmen, de Mario, de la terrible y querida España de la posguerra y el desarrollismo, de una sociedad a la que se critica y a la vez se le declara amor. En esto es también el Cela bueno: no sólo está el perfil de la sombra, también el de la luz y la vida.

 

Diario de un cazador está escrita siguiendo  una estructura sencilla, epistolar, incluso diríamos que es la más fácil en cuanto a trabajo de armazón novelística. Siempre dije que cuando escribiera una novela sería de esta guisa: epistolar, o diarística (que es lo mismo), o como monólogo. Delibes nos enseñó que hay muchas formas de escribir historias medianas o largas, con gran verdad en ellas, sin la servidumbre del cebo y la sorpresa, de los meandros de la trama, de la que son adictos cierto tipo de lectores, y esclavos cierto tipo de escritores. 

 

La lengua perdida

Decíamos más arriba que supone un soplo de aire fresco volver a las páginas de Delibes, donde no encontramos palabros vacíos y modernos (valga la redundancia) y sí el peso de la lengua de Cervantes, con sencillez y fundamento. Delibes afirmó una vez que había aprendido a escribir en correcto español leyendo el código civil. No en vano, antes las leyes las redactaban gentes cultas y de un modo esmerado. Hoy muchas veces son un fárrago de redundancias vacías escritas en pedagogiqués o politiqués. Hasta cuando quiere representar el habla de un ama de casa iletrada, como Carmenchu, sus exclamaciones, el uso de los refranes, la gran expresividad de un adjetivo aquí o una interjección allá, nos hace llorar de pena ante el farfullar de las tronistas televisivas y los youtubers adolescentes. Es Delibes el último reducto de un castellano sobrio, recto, eficaz y, en su austeridad, hermoso como un capitel románico. En Cela también encontramos esta precisión cincelada, pero al servicio de otro espíritu menos esperanzador. Delibes siempre, por mucha tristeza que emane de sus páginas, tiene abierta una ventana a la luz, en algún lugar de su estilo. Y el estilo es el libro y es el hombre. 

 

«Lo sabría yo»

Quizá esta claridad de tristona belleza tenga que ver con su persona, con su forma de ser. No es prudente hacer deducciones simples que relacionen lo personal y lo creativo, pero es muy representativa la famosa historia de Delibes rechazando el premio Planeta. Lara, al ofrecerle el arreglo, quería vender más libros (algo, por otra parte, muy legítimo y necesario); pero Delibes dijo que no, que eso ensuciaría las pretensiones inocentes y legítimas de los que se presentan con ilusión al premio. Lara: “pero no lo sabría nadie”. Delibes: “lo sabría yo”. Lo curioso es que ese año lo ganó Cela, con un libro que fue denunciado por plagio. Valga este detalle de su biografía para señalar cierta coherencia vital con la desnudez austera, con la sencillez trabajada (lo recuerdo liando tabaco de picadura en la tele, como cuando era pobre) que anima y da color y forma a su obra. Volvamos ahora a El camino, como en 1º de B.U.P. y miremos el mundo con los ojos asombrados y expectantes –y sí, un poco tristes– de Daniel, el Mochuelo.

 

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