Desde remotas tardes donde resuenan los cánticos de Fraggle Rock, “¡vamos a jugar! (dos palmadas) ¡tus problemas déjalos!…” , en la profunda E.G.B. de mi amores, cuando las gomas Milán Nata aún hacían honor a su nombre y olían al pelo de mi compañera Vanessa; desde ese tiempo más allá de todos los puentes derribados, donde uno para todos y todos para uno, y eran ochenta días, eran ochenta nada más, cuando Macario y Rockfeller y llegamos a un mundo fantástico, lleno de seres extraños; desde esa cascada subterránea con monedas al fondo (¡Los Goonies nunca dicen “muerto”!), desde ahí emerge como un sortilegio hasta esta página que usted lee por leer, generoso amigo, una voz que susurra en nuestro oído: “Haz lo que quieras”. 

Como lector precoz, fue La historia interminable la primera ocasión en que me vi sobrepasado, abrumado por la frondosa vegetación de un mundo propio. Además, apelaba a un punto de partida común, el niño solitario leyendo a escondidas, sin importarle el tiempo ni lo que sucede en la calle. Y de pronto ¡plas! ese salto a la fantasía, con un simple cambio de color de tinta, como el de blanco y negro a color en El mago de Oz. (Esta referencia, como otras del presente artículo, sólo será comprensible para los ya iniciados. Prefiero respetar la virginidad de los lectores nuevos; que, por cierto: ¡os envidio!). 

 

 

Cuando éramos Señores del Tiempo

Bastian Baltasar Bux somos todos (como diría cualquier consigna barata), aunque no seamos huérfanos de madre, ni gorditos, ni hayamos sufrido bullying. Muchos de nosotros –he de suponerlo en lectores de Leer por leer– hemos sobrevivido muchos años gracias a que, en algún lugar de nuestra alma, hay un desván polvoriento lleno de cachivaches donde nos replegamos sobre una manta a leer. Los no lectores no lo entienden (“¿para qué tantos libros? ¿Te los has leído todos?”), y lo primero que sucede con Ende es que apela al lector voraz, primordial, al que no importan horarios ni luz ni compromisos, a ese que alguna vez fuimos cuando había tiempo para todo, porque éramos Señores del Tiempo. El misterio del paso angustiante de los pocos minutos de sufrimiento, o el vertiginoso y veloz de las horas de gozo, está representado en Momo como nunca se ha visto en otro autor; el tempo vital, por decir algo posmoderno, de la niña con sus amigos en sus juegos, su forma de escuchar, y todo lo referente al maestro Hora, y a Casiopea, y las flores horarias que se fuman los hombres grises… La moraleja es evidente y, sin embargo, nunca estropea la magia. En estos libros, el niño que aún vive en nosotros se siente comprendido, con un guiño pícaro (antes muerto que escribir ahí “cómplice”). Al igual que con la saga de Harry Potter, fenómeno posterior pero emparentado, he podido revivir los grandes libros de Ende gracias a mis hijos: les he leído varios por la noche. Una vez, uno de ellos me pidió que parase, que le daba miedo el lobo; en otra ocasión, fue cierta atmósfera asfixiante en Momo la que les hizo dejarlo. Tuvieron que llegar a cierta edad, y haber leído otros libros antes, para enfrentarse a la densidad y el clima de estos imaginativos cuentos. Es curioso: nos parecemos en lo esencial, pero cada generación tiene su sensibilidad y su recorrido. Me parece que la colección Barco de Vapor nos puede dar una panorámica de cómo ha ido cambiando la sociedad; ahora sus libros son menos fuertes, más graciosos pero sin aristas. 

 

 

Un pequinés gigante, blanco y feo

 

Un aspecto secundario, pero decisivo en la “experiencia Ende”, son las ilustraciones de los libros, que contribuyeron a inflamar la imaginación, expandir el afecto, y adentrarnos en la trama con interés o ansiedad. Tanto las del propio autor, de mi edición de Momo de Círculo de Lectores (ese horizonte inacabable de edificios iguales del capítulo 6), como las  iniciales decoradas hasta parecer una iluminación medieval de Roswitha Quadflieg para La historia interminable; pasando por las sencillas y simpaticonas de J. F. Tripp para Jim Botón y Lucas el maquinista; todas incidieron en la sensibilidad infantil y ayudaron a establecer ese vínculo entre libro y corazón que, cuando sucede, es para siempre. Quizá por este aspecto visual nos resultó tan decepcionante la película de La historia interminable: Bastian es delgadito y guapo, Fujur un perro pequinés gigante, blanco y feo, y la Emperatriz Infantil una menor pintarrajeada como en las más turbias noches tailandesas. También decepciona porque sólo llega a la mitad de la historia, eliminando todo el recorrido de Bastian en Fantasía (y ya he dicho de más para los vírgenes). No obstante, la canción “The Neverending Story” se clavaría en nuestro cerebro, ya símbolo para siempre de lo inocente-hortera-ochentero (valga la redundancia), y los hermanos Duffer le han rendido homenaje en la tercera temporada de Stranger Things. Quien no se emocione ahí… No tiene cuarenta y tantos años.

 

 

Ende sería denunciado en Twitter

 

Cómo se nota el salto generacional, decíamos. Una obra como Jim Botón y Lucas el maquinista sería impensable hoy, porque es la amistad entre un adulto blanco, maquinista de tren en una minúscula isla, y un niño negro, y en algún lugar se dice que Jim se fía de Lucas por tener este la cara sucia de hollín, lo que le hace parecer un igual. Eso es un “black face” de libro, tan imposible hoy como todos los simplones estereotipos sobre China (cuyas invenciones geniales recuerdan a los disparates con los que trufaba sus libros Álvaro Cunqueiro), donde hablan con la ele y son amarillos y despóticos, y serviciales y no les falta un perejil. Y el heteropatriarcal rescate de la princesa, y el hecho de conceder su mano, sitúa la ficción de Ende en la mejor tradición de los cuentos de hadas. Y, encima, se enfrentan a un dragón, en una ciudad de dragones. ¿Cómo no citar de nuevo la archicitada frase de Chesterton?: “Los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”. 

“Haz lo que quieras”, «Tu was du willst» en el original alemán, es la misteriosa inscripción de Áuryn, la Alhaja, en La historia interminable; y parecía, a mis asombrados ojos, la suma de todas las respuestas a todas las preguntas, una llave para abrir la puerta de la paz y la felicidad. Tardaría años en leerla completa, en un autor dieciséis siglos anterior, San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Pero en esa lacónica y aparentemente imposible máxima yo me sentía animado a vivir sin límites, y explorar los mundos de la imaginación. Quizá por eso uno terminaba estos libros maravillado, sí, pero también con algo parecido a la esperanza.