«–¿Lavando las fichas, eh? –comentó el coronel, burlón–. Es lo que solíamos decir en el Club Shanghai.

Tanto Caroline como yo opinamos que el coronel Carter no había estado nunca en el Club Shanghai y que jamás llegó más allá de la India, donde se dedicaba a hacer juegos de manos con las latas de conserva de carne y de mermelada de manzana durante la Gran Guerra. Sin embargo, el coronel es un militar con todas las de la ley y, en King’s Abbot, permitimos a nuestros conciudadanos que cultiven libremente su idiosincrasia».

Este pasaje de El asesinato de Roger Akroyd, como ejemplo de muchísimos otros, contiene el motivo que explica el encanto de la literatura de Agatha Christie. Su perduración más allá de la lectura de entretenimiento, y el afecto popular por su figura. Si esto lo entiende usted a la primera, querido lector, entonces poco más necesita leer en esta página. Sabe a qué me refiero, está en el ajo. Si no, haré por convencerle.

Tal vez usted piense que Agatha Christie es una autora menor, de paperbacks, para pasar el tiempo en estaciones o aeropuertos, o para la hamaca estival bajo la parra del patio, cuando uno no quiere pensar ni apenas sentir nada, sólo despatarrarse y dormitar. Carga uno con los ochenta volúmenes –o los carga en el Kindle– hasta la casa del pueblo, pensando en fluir como la brisa, sin más movimiento de las neuronas que el necesario para pasar página, o echarse un vermú perezoso acompañado de unas aceitunas, mientras los niños bajan a jugar al río, y dejamos aparcado el teléfono móvil con sus exigentes notificaciones. Sin embargo, las novelas de la Christie nos despiertan al final algo en el ánimo, prenden una chispa en el cerebro, que nos lleva más allá del mero solaz en la abulia vacacional. Agatha Christie es para gente despierta. Aunque no por los motivos más evidentes, referidos a la trama y giros dramáticos, sino por algo más sutil. Algo superior, a mi modesto y docto entender.

Judonit

Entre los varios cultivadores del «judonit», en inglés «whodunit», Agata Christie es la reina indiscutible, el cénit del género y la perfección del mecanismo. Conseguir repetir ese mecanismo, cualquier mecanismo, durante decenas y decenas de novelas, y que no nos canse –es más, que provoque un «apetito de mecanismo»– significa que hay mucho más que la réplica de un mismo engranaje una y otra vez. Pero el engranaje funciona a la perfección. La exposición de hechos, que vemos siempre a través de los ojos de un personaje u otro. Los momentos en que creemos saber quién es el asesino, pero resulta que no. La alternancia entre parecer que ya lo tenemos, y de pronto todo vuelve a la casilla de salida; que nos cae bien un personaje y luego resulta más sospechoso, a la luz de recientes acontecimientos; ese oleaje marca un ritmo binario (no diré «musical») que nos mantiene con, no ya la atención, sino el ánimo afinado (ay, vaya) hasta la resolución final. El gran tatachán (otra vez, lo siento) que nos sorprende, y que deja a todos con un palmo de narices, llega cuando ya casi no lo deseábamos, porque estábamos disfrutando tan ricamente de este frío-calor, de este cimbreo de los hechos, en danza con nuestro zarandeado cerebro. Las actuales series de Netflix, HBO, Prime, etc., sobre todo las policíacas, le deben mucho a Agatha Christie. Cuando te terminas un capítulo de sus novelas, con una revelación de última hora que nos hace muy difícil apagar la lamparita y dormirnos ya, en la serie sería el típico cliffhanger, que tantos bostezos producen en las oficinas del mundo entero. Todos queremos saber qué pasa después, y ese es el éxito del mecanismo. Insomnios gustosos por mor de la emoción. Y todos queremos emoción, chispa, aventura, aunque sean de andar por casa.

Más allá del judonit

Pero… (aquí viene el giro argumental, se veía venir): si saber quién es el asesino fuera lo que engancha de este mecanismo, una vez leída la novela nadie la releería. Y no es así, se releen sin parar. Hay algo más en estos libros que un continuo engarzar datos con suposiciones, avances falsos y verdaderos, hacia la revelación final. Es cierto que la clásica escena de todos reunidos en un interior –tan cinematográfica, y que ha dado espléndidas secuencias en la gran pantalla–, es una delicia. En ella todos contenemos el aliento ante la inminente sorpresa. Pero ese algo más ha estado presente desde la primera página. Es una cualidad en común con otros escritores, desde Chesterton hasta Conan Doyle; desde Dickens, precursor de esta cualidad, hasta P.G. Wodehouse, que la caricaturizó hasta el (hilarante) extremo. Desde Stevenson a Jane Austen. Borges definió está cualidad, al hablar precisamente de Stevenson, como «encanto». En el caso inglés, especialmente, es un encanto tejido con finísimos hilos –como de seda– de ironía y ligereza. Hay una leve guasa, una sorna de tweed y té con pastas, una sonrisa escéptica y serena, que trenza las historias y hace que nos enganchen. Más allá de la trama y más allá del judonit. El belga Poirot le sirve a Christie para criticar con una aparente ingenuidad chaplinesca –que oculta su puntita de malicia– las costumbres sociales inglesas, el modo de tratarse y de expresarse del inglés medio culto. Ariadne, Japp, Tommy y Tupence, y sobre todo Hastings, se nos revelan como caracteres amables, y en el fondo de sus ironías y chispazos de ingenio o sabiduría, nos transmiten algo que solo se me ocurre llamar «bonhomía». Eso es lo que engancha de Agatha Christie. La sustancia dulzona y familiar, levemente picante, que nos hace adictos a las novelas y a las películas.

Ese algo más –mutatis mutandis– convirtió a la serie Twin Peaks, de David Linch, en un fenómeno «de culto». Era un chiste recurrente la pregunta «¿quién mató a Laura Palmer?», y es que daba igual ya, en cierto sentido. El ambiente, el paisaje, la música, los sueños premonitorios, el clima… todo eso era más importante que la solución del enigma. Como diría un gafapasta de festival, había «trascendido el género». Agatha Christie fue la precursora de esta trascendencia, y por eso no es literatura menor.

Chesterton decía que la religión era una novela de detectives pero al revés: en vez de preguntarnos por qué ha muerto una persona, nos preguntamos por qué vive. Con Agatha Christie nos preguntamos lo primero (who’s done it?) y –como toda gran literatura– nos hace sentirnos mejor, más despiertos. Más vivos.