De Madrid a Oviedo pasando por las Azores es una novela de José María Pemán tan divertida como amarga. Quien escribió una historia de España, contada con sencillez, no se resistió a novelarla con un aire inconfundible a Episodios nacionales, aunque, ay, quinta serie, que es, además, la que quedó incompleta. Esta novela resulta, por tanto, muy instructiva para aquellos que, ingenuamente, identificamos el humor con la comedia, y nos olvidamos del sarcasmo. Para comedia de Pemán, la muy recomendable novela Señor de su ánimo (1948), que no es humorística, sino épica.
Pemán no engaña. En un explícito prólogo a De Madrid a Oviedo pasando por las Azores explica su amargura. Estamos en 1933, se acaba de proclamar la República, y el escritor monárquico reacciona y se revuelve. Con risas y hasta risotadas, sí, pero sin perder la perspectiva profética: «Estamos en la iniciación de una nueva Edad Media. El mundo se ha gastado todos los ahorros de sensatez y prudencia de muchos siglos escolásticos. Si el mundo ríe ahora, es con risa de trasnochador y borracho que vuelve tarde a casa a recogerse… Aligeraos los que queráis hacer todavía humorismo, porque pronto va a ser ya otra vez hora de hacer Metafísica». Él predica con el ejemplo, porque en la prosa se percibe su bulla, además del desengaño: «Porque ya no somos nosotros los que nos reímos de la vida. Es la vida la que se ríe de nosotros».
Pemán demuestra unas dotes literarias muy poderosas. En el capítulo 7 se marca un poema urbano contemporáneo, que, a pesar de su tono e intención caricaturescas, es estupendo. Si él no escribió la poesía de la hora, es porque no le dio la gana. Su vis comica también es indiscutible. Pero en esta novela de combate todo se supedita a la crítica social. El sarcasmo es una carcoma que corroe la República. El primer capítulo «Política de cabaret», lo avisa con música desde el principio. Los personajes son retratados con voluntad de epigrama. A la República se augura un destino tan decepcionante como la del gallardo protagonista de la narración. Obsérvense con cuidado los paralelismos y las metáforas. Alvarito Palmares pudo aspirar a casarse con la duquesita de Farias y acaba viéndola de lejos, desde abajo, en el Parlamento, mientras hace una intervención ridícula: «¿Quién era, allá en la tribuna séptima, aquella rubia de ojos azules que, apoyada en la baranda, escuchaba con una sonrisa burlona? ¿No era la duquesita de Farias?»
La metáfora esencial, con todo, es ese viaje pretendidamente heroico (¡a las Azores!) pero para llegar apenas a la vuelta de la esquina. Ese destino parecía el de España en 1933 y Pemán, mordiéndose los puños de impotencia, se ríe por no llorar. Por el camino, nos deja que riamos con él (al precio de aceptar el punto de acíbar).
El humor es el último refugio de las verdades que se sienten ya vacilantes; de los sentimientos que se advierten ya acursilados.
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Pero la fama tiene la virtud de abrir el apetito de la gloria y la inmortalidad.
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El autor espera en Dios no ir al infierno. Pero si va, compromete desde ahora su palabra de honor de que no será por ningún pecado idiota. [El barbero se pregunta si hay otros]
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Los hombres gordos con calva incipiente son deliciosos para las mujeres en cuanto tienen un mediano juicio, porque son hombres que han desistido de toda tentación vanidosa de pagar el amor con sólo sus prendas físicas.
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Para los oradores de mitin los cadáveres ilustres permanecen calientes durante un mínimo de seis meses.
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Originalidad: zona turbia, en donde por distinto camino, se encuentran los genios y los tontos.
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Las mujeres, en la vida, se dejan besar mucho menos de lo que se dice.
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El «clasicismo» es un amigo fiel y de humor inalterable e igual. Uno podría vivir siglos en una casa de Pompeya, en perpetua y sonriente paz de buenos amigos, con las colunas, los mosaicos y los suelos. [En agudo contraste con un pisito en estilo «chinesco» u «oriental» que en un año resultan una tortura… china-]
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Ella sonríe:
—¡Canalla!
Silencio. Se miran los dos largamente.
Vámonos, lector. [Recurso que no llega a la altura de Dante, como nos recordaría Carlos Esteban, pero que no está nada mal]
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Se reía —clac de sí misma— su propia agudeza.
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En esta era del mundo —tránsito, desastre, crisis— tener veinte años es ya toda una ideología.
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La Mecánica es, por esencia, izquierdista. Por celillos y cuestiones íntimas que se trae con la Metafísica.
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De todo lo que decía estaba seguro: que vale mucho más que estar convencido.
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Llegó a la conclusión luminosa de que es mucho más fácil leer una carta que escribirla.
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Cuando todo deja de ser razonable, todo llega a ser posible.