Enmudece, al menos un instante. Contempla. La terraza estalla en luz y felicidad. España es mayo, cielo velazqueño y cerveza fría. Un cuadro con el retrato de Umbral, las tertulias del Madrid del XIX, y la risa sonrosada del tercer gintonic bajo el rascacielos de una aburrida multinacional. A esta hora del año en que trabajar es una lata, como nos instruyó Luis Aguilé, nos dejamos caer por la sima de la relajación, y hacemos de la memoria meteorología. La playa nos espera. La playa nos está esperando.
Inclino la cabeza sobre el papel, como aquel joven de Cela en La Colmena, y empuño la pluma con el ánimo apócrifo de registrar una hermosura: “Un jovencito melenudo hace versos entre la baraúnda”, escribe el Nobel, “está evadido, no se da cuenta de nada; es la única manera de poder hacer versos hermosos. Si mirase para los lados se le escaparía la inspiración. Eso de la inspiración debe ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy luminosa; si no, no explicarían muchas cosas”. Me concentro en cada trazo, por el temor a perder las palabras, pero al fin el punto y aparte me salva, y entonces barro con la mirada la arboleda, y contemplo la viveza extraña de los bancos poblados en tecnicolor.
“Los bancos callejeros son como una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas”, escribe Cela, “el viejo que descansa su asma, el cura que lee su breviario, el mendigo que se despioja, el albañil que almuerza mano a mano con su mujer, el típico que se fatiga, el loco de enormes ojos soñadores, el músico callejero que apoya su cornetín sobre las rodillas, cada uno con su pequeñito o grande afán, van dejando sobre las tablas del banco ese aroma cansado de las carnes que no llegan a entender del todo el misterio de la circulación de la sangre.”
La pendiente de mayo hacia el frío es un sueño por cumplir, una esperanza, la promesa de un amor joven. Un cóctel perfecto de sal y sol se adivina en el horizonte de mi calendario. Y suena entre las ventanas abiertas un grito de vida en cada parque, el tobogán de todas las infancias; fuimos ese loco gritón, fuimos una vez ese suspiro de alegría. Ya no me acuerdo. Es tiempo de hacerse con la leña verde para el invierno.
Hace días regresé a ese tiempo lejano en que, de niño, al aburrirse la primera energía de las vacaciones de verano, me entregaba a las cosas del campo, incluido el deporte febril de cortar madera. Gracias a esa delicada locura que es El libro de la madera he vuelto a respirar los aromas y a ver volar las astillas que antaño, tanto tiempo atrás, llenaban mis ganas al atardecer de los días nublados de agosto, y prendían de virutas amarillas la tela gastada de mis zapatos de playa, azul marino con estrellas de corazón de pino.
La madera “nos atañe en o más profundo, porque nuestra relación con el fuego es ancestral, tangible y universal”. “Era la diferencia entre pasar frío y entrar en calor”, escribe Lars Mytting, “la diferencia entre la mena y el hierro, entre la carne cruda y la costilla asada. Durante el invierno, era la diferencia misma entre la vida y la muerte”. “He secado roble desmenuzado en el horno, he conseguido construir una pila redonda, me he equivocado con la trayectoria de caída de un pino. En esta aventura he tratado de encontrar el alma del calor de la leña”, explica el autor, y me muevo entre la añoranza de la playa y el sudoroso recuerdo del hachazo más seco y preciso.
Es tiempo de humor joven, de ilusión primera, de tristezas efímeras. Es tiempo de promesas solitarias, de reunión de desconocidos, de las dudas en los ojos de los que muy pronto se van a querer y todavía no lo saben. Es tiempo de mar y cuerpos bronceados, de libros llenos de arena, de perder las gafas de sol en las barras de todos los bares, a los que nunca hemos ido durante los meses de hielo. Siempre te espero cuando baja la marea, siempre desconocida, pero nunca llegas con las páginas en blanco de un libro aún por inspirarme.
A veces, si te recuerdo, soy Gerard en aquellas cartas temblorosas escritas a su amada Lois en El último septiembre: “ante tus grandes ojos adorables y sorprendidos, me siento totalmente estúpido, y cuando estamos el uno lejos del otro, me pareces tan cercana que siento que me comprendes”. “Voy a velar por ti, voy a abrigarte”, añade, “voy a protegerte toda tu vida para que no vuelvas a tener frío. Es horrible que hayas conocido la soledad y la tristeza, aunque fuera un solo día de tu existencia”.
Cuando la danza de la sangría asciende por el sur de las copas heladas, las resacas se revuelven como canciones de Leiva, tu andar se escapa de espaldas por algún callejón, y algún poema diáfano de Julio Mesanza se levanta sobre el suicidio de Occidente. El Mediterráneo europeo nunca se perderá porque sabe descorchar botellas a la hora en que repunta la luz del crepúsculo, y todo se vuelve rojizo, destellos dorados en tu colgante, los pájaros vuelan en bandadas urgentes hacia los árboles donde duermen, y todos parecemos más morenos, como abrazados por la débil ilusión de belleza. Te hablo de esa hora en que los músculos se destensan, fluyen las amistades, y algún cuerpo atraviesa con sigilo el plano perfecto de la superficie de una piscina. Te hablo, en fin, de esa hora en que te vistes de verde, como en la canción de Izal, y te calzas las sandalias más brillantes, porque tal vez, guárdate para siempre de la melancolía, hemos vuelto a quedar para cenar, como ayer o mañana, como cuando estábamos locos por vivir.