Augusto Monterroso (Guatemala, 1921-2003) no sólo escribía breve por reconcentrar su talento ni por simetría con su pequeño físico ni por agudo contraste con su imperial nombre y su montañoso apellido. No era únicamente una cuestión de estilo, aunque el traducía el celebérrimo: «Nulla dies sine línea» como «Anula una línea cada día». También escribía breve porque escondía una visión negativa del hombre y quería dárnosla en pequeños sorbos, además de envuelta en humor, para que no amargue.
Lo consiguió siempre y también en esta su primera, única y tal vez falsa novela: Lo demás es silencio. Porque, aunque nos cuentan «la vida y obra de Eduardo Torres» a través de múltiples testimonios y nos hace una antología de su obra literaria, el sesgo autobiográfico (tamizado por la ironía y cruzado de autoparodia) es evidente. Cuando hace una selección de los textos del doctor entonces el juego literario y autoral es ya un festín. Un pequeño heterónimo a lo Fernando Pessoa, con más guasa fina, como cruzado con el maestro Mastropiero de Les Luthiers.
El barbero, sin embargo, se va a lo concreto y memorizable, sin más dibujos metaliterarios (de los que el libro rebosa). El decálogo del escritor que nos ofrece Monterroso es para grabarlo en piedra:
Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
[…]
Décimo. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
El decálogo consta de doce mandamientos con el objeto de que cada cual escoja los que más le acomoden: «El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez». Qué humilde canto soberbio a la libertad de estilo y de vida.
El resto del libro no son mandamientos, pero obligan con la autoridad de un refranero demasiado chispeante para ser anónimo:
Aun el aplauso del necio agrada al sabio.
*
Si Dios no existiera habría que inventarlo. Muy bien, ¿y si existiera?
*
El hombre no cambia, al contrario de lo que los progresistas quieren hacernos creer que creen.
Augusto Monterroso acaba su libro expresando su deseo de que cuando se recicle su libro se emplee en materia menos fútil. Con esa humildad se adorna con un gesto de sensibilidad ecológica ante la galería, que, en estos tiempos, nunca deja de venir bien. Además, consigue que el lector sea más inteligente que él, porque entonces pensamos corregirle con la idea de que su libro ya se ha reciclado en nosotros con tantas microemociones y tan saludables sonrisas y sonoras carcajadas. Y entonces recordamos que para lograr que seamos más inteligentes que él, él ha tenido que serlo más que nosotros, y volvemos a reírnos.