Un enigma ante tus ojos (Númenor, 2024), el segundo y esperado libro de poemas de Marcela Duque (Medellín, 1990), es emocionante, hondo y verdadero; con la dosis justa de biografía, literatura, oración y misterio. Produce una profundísima alegría leerlo. En principio, porque, como me decía José Mateos cuando yo me hallaba en el trance, es en el segundo libro donde un poeta se la juega. Acertar en el primero es difícil y meritorio, por supuesto, pero uno juega con el factor sorpresa. El segundo supone la confirmación de una voz, y nunca es fácil confirmarla. Marcela Duque lo hace, y eso a pesar de que con Bello es el riesgo (Rialp, 2019, premio Adonáis 2018) se había puesto el listón altísimo. En el prólogo de éste, cuenta Carmelo Guillén Acosta, que sabe lo suyo, la impresión de poesía poderosa que le produjo el primer libro; y que aquí se continúa y profundiza.

Duque tiene el don del verso. El oído no le falla y, a la vez, hay imágenes luminosas. El humor también está sabiamente dosificado. A veces algunas palabras se salen —por arriba— del registro coloquial que parece imperar. No sé si es a posta o fruto de vivir en otra lengua (da clases en Washington). El efecto es precioso, una vez que te das cuenta de que es una característica del libro, que lo enriquece. Hay una conciencia de artesanía que fluye a la par de una inspiración muy evidente. Se juega con sabiduría frayluisiana con los encabalgamientos, nos encanta con sus aliteraciones y sabe dosificar sus repeticiones para crear un sentido ritual del poema. No tiene miedo a la elegía («Muere un árbol milenario»), aunque impera, sin imponerse, el tono celebratorio. También está muy inteligentemente trabajada la estructura de los poemas. «Al lector» es un prodigio en este sentido. Habla de la supervivencia de la poeta, a lo Horacio, en los versos que escribe, pero pide al lector, por ellos, una oración por sus padres, de modo que, a la vez, deja de interesarse en la propia pervivencia literaria, da un quiebro de emoción íntima y proclama –en voz muy baja– la existencia de otra inmortalidad superior.

En pocos libros se ven tanto las influencias, pero sin opacar ni un poco la voz propia. Lo que redunda en una vívida sensación de diálogo. Por supuesto, con san Agustín, que articula el libro, pero también con los Salmos, Eliot, Hopkins, el mismo Carmelo Guillén, Miguel d’Ors y hasta Escrivá de Balaguer. No es un capricho que el primer poema se llame «La tradición». En ese sentido, que Marcela Duque haya querido publicar en los cuadernos de poesía Númenor, donde han aparecido libros de tantos contemporáneos y amigos, es otra declaración de principios. «En hombros de gigantes» es un poema paradigmático: los otros poetas le sirven para ver un Martín Pescador, que es un ave que todavía no ha caído en la red (de su mirada). Es, por tanto, una bellísima defensa de la literatura como parte integrante y luminosa de la vida. Aquí el barbero se contenta con dar lo ha caído en la red de su navaja, resignado a que se mucho más lo que escapa volando (a la espera del lector):