Beatriz Manjón (El Ferrol, 1976) tal vez sea la escritora con mejor oído del panorama actual. Hace lo que quiere con el idioma: sus incesantes juegos de palabras no son juegos de manos. No los fuerza. No distrae de la trama. La refuerza. Su talento para poner adjetivos («espejo resignado», «olas desaliñadas», «avanzaba astronáuticamente», «diligencia fantasmal») es prodigiosa. Y para la paradoja: «Pocas veces se ven las cosas tan claras como en la oscuridad». Solamente por ver a nuestro sobrio castellano elevado a su máxima potencia, merece la pena leer su última novela: No me salves (Monóculo, 2023).
«Merecer la pena» no es una frase hecha. Es una novela durísima. Véase: «La culpa va ganándole el puso al dolor, que a punto está de rendirse a los calmantes». Trata de la pulsión suicida mantenida un chico con un trastorno límite de la personalidad. En un momento habla de la montaña rusa por la que pasa el ánimo del protagonista y es exactamente la misma montaña rusa en la que la prosa y el pulso narrativo de Manjón sube –y baja– al lector. Va a tener el vértigo en la boca del estómago durante las 180 páginas que dure la novela y cuando se baje, cuatro o cinco días más.
Yo soy partidario de la literatura amable y feliz, pero más amigo de la verdad. Y No me salves, siendo una tragedia terrible, derrama a raudales verdad. A lo que añade dos prodigios literarios. Primero, el humor, fundamentalmente negro (¡qué remedio!) pero inesperadamente fino. Dice el suicida compulsivo que él no fuma porque «siempre me ha parecido una muerte demasiado lenta». Segundo, y todavía más sorprendente, el amor. Al final, descubrimos que la novela es una historia de amor y un canto a la familia, que lo redime –dolorosamente– todo.
Si la prosa de Beatriz Manjón me tuvo amarrado a la novela, es otra cosa que agradecerle a su estilo. Porque No me salves, contra la petición del título, salva al personaje principal, a los salvíficos secundarios sobre todo y al lector que pasaba por allí y sale más hondo y mejor, más compasivo.
También es un libro muy amable con el barbero del rey de Suecia. Cada página tiene aciertos. Los luminosos fragmentos que, recortados, adquieren categoría de greguerías que a Ramón Gómez de la Serna no le habría importado firmar: «Las gallinas caminaban con aire egipcio»; «el estriptís de sus ojos verdes». También, caigo ahora, don Ramón María del Valle-Inclán habría aplaudido especialmente esta novela.
El interior de la ambulancia recuerda a un juego de parchís.
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La médica que está a mi lado tiene la cara pálida, del color de los pies la primera vez que el buen tiempo los libera de los calcetines.
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… los granos de tierra [sobre el ataúd]: el arroz nupcial del muerto.
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La facilidad con la que llega el amor es lo que lo vuelve tan complicado.
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La ciudad me recibió con una niebla estática, daba la impresión de que se estaba escondiendo de mí.
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Me hundo en el agujero de decepción que sigue a la consecución de una meta largamente perseguida.
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El suicidio también ha de ser un «aquí te pillo, aquí te mato».
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Poco ha vivido quien no ha querido morir alguna vez. […] Para querer morir primero hay que haber muerto: una muerte social, laboral, familiar o espiritual, un nicho invisible al que nadie lleva flores.
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Soy un Gulliver lisiado en la diminuta camilla de una unidad de cuidados intensivos, prisionero de tubos que entran y salen de mi cuerpo como gusanos futuristas.
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El gotero, mi líquida pareja de baile.
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Piercings, ese vudú contra uno mismo.
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Tantos años perdidos de bar en bar y acababa de descubrir que donde de verdad se ligaba era en los psiquiátricos. Lógico: si el amor es una locura, el frenopático será su hábitat natural.
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Huir se había convertido en mi única forma de llegar a alguna parte.
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Puede que todos los besos quieran ser el primero.
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Dice mucho «tío», alargando la i como si quisiera unir el palo con la tilde.
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Hay algo peor que no haber leído y es haber leído poco.
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No hay reinserción posible para los locos porque nunca hemos estado insertados.