Cuando al señor Abbott, afable editor y muy acomodado solterón, le presentan a John Smith, firmante del manuscrito de una novela que le ha encantado y que está deseando publicar, sufre una nada menospreciable impresión, de la que, sin embargo, sabe recuperarse con soltura. Y la sufre por dos motivos. El primero, porque el autor, que le ha parecido tan bueno, en realidad es una autora, Barbara Buncle, y para el director de la compañía Abbott & Spicer, ver a su algo idealizado John Smith con bolso y falda le produce efectos semejantes a los que padeció Julio César cuando conoció a Cleopatra de la manera en que la conoció: rodando por los suelos egipcios tras desenrollarse la alfombra donde estaba escondida. Es decir, el flemático inglés recibe una auténtica sorpresa.

No obstante, como decíamos, el señor Abbott se recompone sin demasiados aspavientos, que para eso es un hijo de Albión, y Buncle, por su parte, no se trata precisamente de una seductora reina de las pirámides. Lo que nos lleva al segundo motivo por el que el editor queda apabullado y metido en cierto enredo. Y es que la novela que quería publicar, que le había entusiasmado, a la vez le había desconcertado un poco. Era un texto tan realista, tan certero, tan encandilador, que sólo cabían dos posibilidades: “el autor de este libro es un genio o es un imbécil”. Y, tras conocer a la señorita Buncle, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, tímida, apocada, “una cuarentona flacucha y sin estilo”, todo parecía indicarle que la opción correcta era más bien la segunda. Pero, en cuanto recordaba lo que había escrito, al señor Abbott le atacaba un enjambre de dudas. Buncle le sorprendía con una deslumbrante e inesperada lucidez. Tenía el reto, por tanto, de hallar a la verdadera mujer que se escondía tras el seudónimo de John Smith y su aparente simpleza. ¿Quién era en realidad la señorita que tenía frente a él? ¿Era Barbara Buncle una inepta o una joya? 

Un intrigante e inteligente juego de espejos

Con esta escena, arranca Dorothy Emily Stevenson (Edimburgo, 1892-Moffat, 1973) la trilogía de su más famoso personaje, compuesta por El libro de la señorita Buncle, El matrimonio de la señorita Buncle y Las dos señoras Abbott. Fue una prolífica escritora, con más de cuarenta novelas en su haber, y una buena pluma heredada, quizá, por vía paterna: era sobrina nada menos que de Robert Louis Stevenson. Sin embargo, su afición a la literatura no gustaba nada a su padre, ingeniero y el constructor de faros más rico de Escocia. David Stevenson quiso alejar todo lo posible a su hija de las ilusorias islas del tesoro de los libros, sin conseguirlo. Aunque su niña se movía con soltura en sociedad y frecuentaba asiduamente el Club de Golf de las Damas Escocesas,  asombrando, al parecer, al público con su swing, siguió cultivando el arte de contar historias; arte que terminó brotando de su puño y letra, y a chorros, al cabo del tiempo.

Publicada en 1934, cuando El libro de la señorita Buncle despertó la simpatía y el afecto de miles de lectores en Gran Bretaña, así como las siguientes novelas que fueron llegando, y todavía hoy existe una vivaracha comunidad de admiradores de Stevenson. ¿Exactamente, por qué? Quizá, pensamos, por la sencillez que la autora logra transmitir. O, mejor dicho, gracias a la extraordinaria precisión con que retrata a sus personajes, haciéndoles protagonizar situaciones que cualquiera de nosotros podría haber vivido. Pero, sobre todo, entrando en la metaliteratura, por el juego de espejos que Stevenson nos ofrece a los lectores y en el que, no lo duden, entrarán de lleno, intrigados, en cuanto comiencen la primera novela.

El libro de la señorita Buncle es la historia de un tranquilo pueblecito inglés y sus habitantes, cuya paz se ve perturbada por un extraño niño que, al toque del caramillo, les hace comportarse a todos de una forma rarísima. El volumen es todo un éxito de ventas; también, se lo pueden imaginar, en el propio pueblecito inglés donde vive Buncle. Al principio, sus páginas reciben muchos elogios por su calidad literaria, pero, poco a poco, los vecinos de Silverstream se van dando cuenta de que todos y cada uno de ellos han sido retratados de manera fidelísima en el libro. Lo cual les desconcierta primero y les indigna después, porque ninguno se libra de las sombras que acompañan a las luces de cualquier cuadro. Y a nadie le gusta ver a su pobre alter ego con sus debilidades y manías esculpidas con maestría en un libro, que necesariamente pasará a la posteridad. Y, para avivar aún más el fuego de su cólera, desconocen quién lo ha escrito. ¿Quién es ese tal John Smith? ¿Qué vecino se ha atrevido a dejarles a todos en tan mal lugar? Descartada Barbara Buncle, que la pobre, no da para mucho (¡!), comienza la ansiosa y divertida búsqueda del insolente que les ha puesto sus vidas patas arriba. La duda del señor Abbott sobre la autora novel era pertinente. Sólo un inconsciente o un artista podía atreverse a provocar semejante revuelo, ¡nada menos que en su pueblo!

Una fina capacidad de observación

Las hilarantes escenas que siguen atornillaron a los británicos a las salas de lectura y todavía hoy lo siguen haciendo. Las tumbas de Stevenson y su marido, James Reid Peploe, capitán del Sexto Regimiento de Gurkhas de la Compañía Británica de las Indias Orientales, siguen recibiendo las visitas de sus seguidores y raro es el día en que su lápida no esté acompañada de flores. No nos extraña. Hay quien ha soltado carcajadas en el Metro leyendo las peripecias de Barbara Buncle, y hacer reír es algo muy de agradecer.

Además, como en toda novela, Stevenson, como autora, se nos da a conocer, al menos un poco, y descubrimos que era digna sobrina de su tío, y, además, una gran mujer. Los personajes a que dio fruto su imaginación están retratados hasta el más mínimo detalle; sobre todo, sus personalidades. Sus reacciones, sus modos de hablar, sus miradas, sus maneras de apretar el paso cuando comienzan a caer las primeras gotas de una lluvia cansina de otoño, son tan realistas que cabe preguntarse si ciertamente no son reales. Stevenson siempre dijo que le gustaba escribir sobre personas que nos gustaría conocer, y así lo hizo. Vaya si lo hizo. Con el ojo clínico de un psiquiatra, la precisión de un artillero y la siempre inequívoca mirada de una madre (no en vano, Stevenson y Peploe fueron padres de cuatro hijos), la escritora escocesa hace gala de una finísima capacidad de observación y con un muy trabajado arte, sabe plasmar hasta el último recoveco de la psicología de los personajes.

Cosa muy meritoria, además, porque en las tres novelas de la señorita Buncle, aparecen decenas de ellos, a cada cual más distinto del anterior. Pertenecen  a todos los tipos y condiciones en que nos dividimos la especie humana, y, en concreto, la subespecie británica. Esta agudeza es todavía más valiosa si tenemos en cuenta que pasaron nueve años desde que Stevenson se casó y retomó la escritura en serio. Eso sí, no soltó la pluma: con la diligencia de una hormiga, llevó durante todo ese tiempo un diario, en el que desarrolló, sin ser del todo consciente, sus excelentes cualidades, y que le sirvió para aprender a plasmar las impresiones que le producían las personas con las que se cruzaba.

Pastelitos, praderas, el club de tenis

Por otro lado, la trilogía de la señorita Buncle despiertan a la vez ternura y cierta nostalgia por un mundo cargado de encanto, el de la campiña inglesa, salpicada de pueblecitos de ensueño, poblados por paisanos tan cotillas como bonachones. Aunque sus descripciones están convenientemente adornadas con mucho pastelito, taza de té y bollo de mantequilla, Stevenson no nos engaña: la vida en estas poblaciones no es nada fácil, y de hecho, a nuestra Barbara Buncle están a punto de despellejarla viva varias veces sus propios vecinos en las novelas que protagoniza. Las envidias, las comparaciones y la monotonía son reales y no hacen agradable la existencia.

Pero, al igual que supo trasladar a la pantalla años más tarde John Ford en El hombre tranquilo, ello no es óbice para que el día a día sea divertido; es más, para que en numerosas ocasiones nos duela la boca de tanto reírnos. La dulzura de los libros de la señorita Buncle, pensamos, no está tanto en las excelentes descripciones de paisajes, modos y costumbres como en las vivencias de sus personajes. La recreación del modesto club de tenis de Silvestream quedaría coja sin la estupenda muleta que son sus idas y venidas, sus desafortunados comentarios, sus ridículas rivalidades, sus tiernas susceptibilidades. Son casi dignas de enmarcar la avariciosa obsesión de la señora Snowdon con la pelota, la insegura impericia con la raqueta del señor Fortnum o la sutilísima seducción que va haciendo la señorita Greensleeves, paso a paso, estratégicamente, al reverendo Hathaway, que no es muy guapo pero cuya fortuna hace soñar a la casadera con las mejores boutiques de Londres e incluso de París. 

Les gustará conocer a la señorita Buncle, la anti heroína que les dejará con ganas de plantarse en la década de los treinta del siglo pasado y de pasearse por los campos de Inglaterra. Y, sobre todo, de reírse de las miserias propias y ajenas. De no tomarse la vida demasiado en serio, imitando la flema y el sarcasmo que gastan al otro lado del Canal de la Mancha. Y, una vez imbuidos de este agudo sentido del humor, podrán averiguar por sí mismos cuánto tiene nuestra protagonista de genio y cuánto de imbécil y hacérselo ver al señor Abbott.