Antonio Tabucchi es el ejemplo de alguien que tiene una revelación, una epifanía, en un momento muy concreto de su vida y, a partir de ahí, encamina sus pasos detrás siempre de esa visión, de esa luz, y llega a la tumba sin haber agotado el motivo de su atención, el objeto su amor. Son momentos decisivos que entregan a algunos afortunados lo que tanto cuesta encontrar, y que muchos no encontramos: un Norte, un destino, un motivo para regocijarnos cuando suena el horrible despertador y la mente busca un objeto en que reposar, en que hallar razones para mover los pies. Para Eduardo Cirlot fue un personaje de ficción, la doncella Bronwyn, emergida radiante de las aguas de un bosque pagano en la película The War Lord. Para Sebastián de Belalcázar y para tantos otros fue El Dorado, esa febril quimera que los llevó a morir entre mosquitos, bajo el machete indígena o por disentería. Para un tardío Borges fue Islandia, sobre las páginas de cuyas sagas entrecruzaron las manos María Kodama y él. Antonio Tabucchi leyó, cierto día, unos versos de Álvaro de Campos (heterónimo de Pessoa) escritos en un banco de la estación de Lyon, y desde entonces Lisboa fue su Norte y su destino. Y Pessoa el nombre sobre el que gravitaría toda su obra de ficción, y su labor docente. Perdió la cabeza por amor a la lengua portuguesa y, al perderla, se encontró a sí mismo.
Equívocos con mucha importancia
Pablo Moreno me prestó, o me recomendó, Pequeños equívocos sin importancia, en una época en que yo no leía nada de lo que se conoce como «narrativa actual». Leía poesía, ensayo, teología, diarios.. pero no ficción. Tabucchi fue de los primeros que rompió ese hielo, y luego vinieron Carver, Auster, McEwan, Bolaño… Todo comenzó con un relato de Pequeños equívocos en que un hombre espera fuera de un hospital a que le practiquen una mastectomía a una mujer. El modo en que discurre el monólogo interior es conmovedor. Se pone a pensar en esos pechos extirpados… ¿A dónde irán? Quería decirles a los médicos que no los tirasen, por favor, que él los quiere tener, incluso con su cáncer. ¿Acaso no tenemos todos un cáncer dentro? Y sigue así. En aquel momento me sentí conmovido por su escritura, que no era seca ni fría ni meramente narrativa. Había vida bullendo en esas páginas, y pude experimentar por primera vez la emoción literaria con motivos, digamos, «contemporáneos». Tabucchi habla mucho de viajes, de encuentros fortuitos, de personajes singulares, con una fina línea subterránea de humor que no es cinismo, sino como una sonrisa indulgente y comprensiva. La editorial Anagrama publicaba, en su nota editorial, lo siguiente: «este escritor, que ama los personajes excéntricos y las vidas fracasadas, carga sus enigmas con una luz extraña: sus jeroglíficos «policíacos» son las pesquisas de un investigador que no busca respuestas». Precisamente esto último es la clave de La cabeza pérdida de Damasceno Monteiro. Cuando aún ni me planteaba la posibilidad de escribir ficción, y mucho menos una novela (incluso una corta como aquella), pensé que esa sería la manera en que yo podría ser novelista: con un armazón mínimo de trama, que hiciera posible la conversación, y en que la intriga, «lo que sucede», fuese lo de menos. Dos personajes interesantes que divagasen, con respeto y fruición, acerca de temas intelectuales varios. Fue en este libro donde vi posible algo más allá de los giros argumentales, las sorpresas al lector, y la necesidad de engancharle con anzuelos. Era una literatura sin prisa, donde lo importante es lo que está al margen de la acción, que deviene en excusa para lo realmente enjundioso. Es un prosista que escribía para poetas, o un poeta que escribe en prosa.
La India como excusa
Leía yo Nocturno hindú en la cafetería América (a la que llamaba Cafetería Amarilla, por su color), en el centro de Sevilla, mientras faltaba a clase de una academia de oposiciones. Se fumaba entonces en los bares, y los enormes ventanales de la cafetería daban a un anticipado otoño de hojas grandes y abrigos color camel. Lo recuerdo bien porque escribí este poema:
«REMORDIMIENTO DE ESCRITOR
estar ya en la India
sin transición ni taxis ni aeropuertos ni nada
estar en ese Barrio de las Jaulas
junto a Vimala Sar la prostituta
pensando el tiempo en rupias y en ocasos
de curry y deyección y lejanía y vértigo
en un cuarto de hotel –yo que apenas viajo-
en la orilla del Ganges
en un ciclomotor conducido por un
indefinible ser con un turbante y barbas
anudadas con lazos y leve acento inglés
persiguiendo una sombra o el sueño de una sombra
o estar en otro sitio
esta cafetería por ejemplo esta mesa
amarilla junto a los ventanales en que no hay lluvia
porque es agosto y la ciudad aséptica occidental no huele
a podredumbre y castas y Kipling y Tabucchi
estar aquí ahora
como tantos ahora
como tantísimos ahora
en que no estoy haciendo lo que debo»
En fin, entonces estaba algo perdido y el ocio divagatorio daba para semejantes ejercicios y ensoñaciones. Nocturno hindú me cautivó por su ambiente, alejado esta vez de Portugal, y jugando con las armas eficaces de los topónimos indios, ya de por sí poéticos, como decía Neruda en Confieso que he vivido (para un poeta es un festín vivir en un lugar llamado Samarkanda). Esta novela corta, o cuento largo, tiene en común con Auster algo tan contemporáneo como la búsqueda de un fantasma, de una quimera. Su brevedad es también rasgo de estilo, voluntad de estilo. Al respecto, dice Miguel García-Posada: «Un texto imprescindible en la actual narrativa italiana y europea, un libro encantador e inquietante a la vez. Su brevedad borgiana no defrauda: se agradece esta lección de intensidad». Aunque no sé si yo si lo agradecía entonces, pues siempre quieres más de aquello que te gusta (El Señor de los Anillos, por ejemplo, se me hace corto). Nocturno hindú me llevó por un breve viaje vertiginoso, en que nunca sabemos bien qué es lo que se busca.
Sostiene Tabucchi
«Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la redacción, sin saber qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en el aprieto de organizar la página cultural, porque el Lisboa contaba ya con una página cultural, y se la habían encomendado a él. Y él, Pereira, reflexionaba sobre la muerte. En aquel hermoso día de verano, con aquella brisa atlántica que acariciaba las copas de los árboles y un sol resplandeciente, y con una ciudad que refulgía, que literalmente refulgía bajo su ventana, y un azul, un azul nunca visto, sostiene Pereira, de una nitidez que casi hería los ojos, él se puso a pensar en la muerte.»
No he podido resistirme a transcribir ese célebre arranque, con el ritornello que haría famoso el libro y le da título, centrando la perspectiva en una declaración posterior del protagonista. Marcelo Mastroiani, el año antes de morir, interpretó a Pereira en la película homónima, con una memorable actuación que hizo aún más popular la novela. Pereira representa en gran medida esa visión primordial de la que hablábamos, esa epifanía de Tabucchi: Lisboa y el aprecio de los grandes literatos portugueses, la vida sencilla en un puesto humilde de un periódico, el anti-héroe que tan perfectamente encarnó Mastroiani, y que vive sobre todo en el pasado, sin asomo de malicia y andando con candor por el mundo. Sus limonadas y tortillas en los bares se han establecido ya en el imaginario literario y cinematográfico, como el gin-tonic de Bogart, el Dry-Martini de James Bond, o la lenta magdalena de Proust. Sostiene Beades.
Una Odisea de bolsillo
Réquiem es, tal vez, la más posmoderna de las obras de Tabucchi. La más cercana a la deconstrucción borrosa de Joyce, al Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos; donde más explícita es la idea de que la búsqueda que uno hace en la vida es una persecución fantasmal. Un recorrido alucinado (no en vano se subtitula Una alucinación) por una Lisboa en que tiempo y lugar quedan abolidos y todo se mezcla en multicolor procesión de aparecidos, de recuerdos y de cosas nunca vividas. Es, por supuesto, también un homenaje a Portugal (Tabucchi acabaría obteniendo la nacionalidad), pero es mucho más. Dice Angelo Guglielmi, de L’Espresso: «Réquiem es una novela extraordinaria, pero también es una autobiografía, un texto confesional, una carta de agradecimiento, un tratado de poética, una elegía, un adiós. Y también un manual de cocina, con recetas detalladas de deliciosos platos portugueses». Aún quedarían muchos libros por venir en la obra de Tabucchi, pero Réquiem podría considerarse como el corazón, el centro de su poética. El viaje del hombre a lo largo de su vida condensado en doce horas, como una Odisea de bolsillo. Retratando en esta miniaturización el Zeitgeist, si se me permite la pedantería de meñique tieso.
Conclusión lapidaria
Cuando muchos flipamos con Auster, McEwan o Carver (y algunos con Murakami), no se nos puede olvidar que Tabucchi es mucho más nuestro, por italiano y por lusófilo, que todos esos autores anglosajones (Murakami también es anglosajón, como imitador). Tabucchi posee todo el trasfondo luminoso del Mediterráneo, entreverado con la atlántica nostalgia a la que llamamos saudade, y un sentido del humor latino, atemperado y disfrazado con cultura libresca. Cuando murió, fue enterrado en el mismo cementerio que Pessoa, el de Os Prazeres –que aparece en Réquiem–, aunque éste fue trasladado después a los Jerónimos, en Belém, como decíamos ayer. Hasta el último momento Tabucchi persiguió la sombra del hombre de los muchos nombres. No puede no ser uno de los nuestros.