Siempre me ha inquietado, factura del foniatra aparte, la paradoja del profesor: tener que gritar «¡Silencio!». Jorge Freire (Madrid, 1980), que también es profesor de secundaria, no deja, en su último ensayo, Agitación, XI premio de Málaga, de agitarnos por las solapas para que nos estemos quietos. El meneo que nos pega es de aúpa.
Su tesis es que el homo sapiens sapiens está evolucionando al homo agitatus. Freire sostiene que innecesariamente: no somos como el tiburón sin vejiga que no puede parar sin asfixiarse. Identifica muy bien (con un constante humor negro) los síntomas (los deportes de riesgo, los viajes exóticos, los planes de fin de semana, etc.) y las causas. Con Paul Hazard advierte de las contraindicaciones de la búsqueda compulsiva de la felicidad: «’La religión de la felicidad’ se extendió como una mancha de aceite por todo Europa al derrumbarse el Antiguo Régimen».
Donde más brilla Freire, en mi opinión, es en su vital defensa de la muerte, necesaria para parar todo esto: «Perder el miedo a la muerte es condición necesaria para gozar de la existencia». Estamos demasiado ocupados en huir de la innombrable, que nos pisa los talones, tan flexible y rápida como nuestra sombra. Incluso el nihilismo es un intento de que no le quede nada que morder a la aniquilación. Lo vi tan claro que me arrastró el furor flamenco:
Si el cuerpo te pide huir
de la desesperación…,
siéntate y piensa en la muerte.
Rechaza la imitación.
Hasta que caí que ya una copla clásica había anticipado la propuesta de Freire:
Cada vez que considero
que me tengo que morir
tiendo una manta en el suelo
y me harto de dormir.
No se queda ahí. Apunta muy nerviosamente otros campos, quizá no todos, y deja sin duda mucho espacio para reflexión pausada y silenciosa del lector. Quizá sea su contribución más secreta y personal a nuestro apaciguamiento. Así, advierte de la diferencia indiferente que reina en nuestras sociedades, y nos obliga, como en una banda de estorninos, a dar vueltas incesantes a unas ansias de diferenciación que nos igualan más que nada. Analiza las frases hechas con el bisturí de un Armando Pego y cita con gran tino. Recurre a Mark Greif, por ejemplo, para ver los efectos secundarios del culto al cuerpo: «La obsesión del gimnasio no sólo potencia la obsesión con el cuerpo, sino también el odio hacia el mismo. […] exhibir el cuerpo deja de ser una liberación para convertirse en una esclavitud […] espolea un horizonte más lejano de competencia futura». Alguna vez retoca la cita para denunciar un cambio de paradigma, como cuando, para hablar del exceso de exposición de nuestros tiempos, rehace genialmente a Quevedo: «¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de decir lo que se siente?»
Lo que me recuerda algo que no querría dejar de señalar: su voluntad de estilo, que se agradece, y en un ensayo más si cabe. Hay una brevedad graciana, tensa, aprovechando el brillo para cortar camino. Y hay un empeño de recuperar palabras. Quizá sea una táctica para que nos tomemos el tiempo [negritas mías] de extrañarnos, de pararnos, de hacer memoria, de buscarlas en el diccionario, de memorizarlas y de tratar de usarlas en el futuro:
Ésta son las que yo he buscado en el DRAE:
ilocutivo
delicuescente
gazuza
teratológico
inverecundos
camandulero
apotropaicos
prognosis
socaliñas
birlonga
trápala
pegujal
Pero como sabe el barbero, fiel a su oficio, todo queda mucho más claro en unas frases memorables del propio autor. Obsérvese en especial el timbre épico subyacente y también esta sugerencia: ¿será don Nadie el último aristócrata?
El sintagma «hacer cosas» no es más que el eufemismo con el que disfrazamos nuestra incapacidad de hacer algo significativo.
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Nos abandonamos a la nada como única posibilidad de salvación.
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Hay que renunciar a uno de los mandatos incuestionables de la época: el de divertirse.
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Sólo echamos raíces en el sustrato firme de una cultura.
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[El capitalismo, en concreto la publicidad] Quizá su mayor producto no haya sido el coche ni la Coca-Cola, sino el yo libérrimo y decisionista.
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[Contra la publicidad de lo diferente y de la originalidad] Quizá haga falta un gesto aristocrático que nos permita dominarnos, en lugar de que nos dominen: ser un alegre don nadie.
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El rito es, en esencia, orden.
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Toda ley incita a la transgresión.
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En los talleres medievales los maestros debían realizar un juramente en gracia del cual se comprometían a mejorar las habilidades de sus catecúmenos, de manera que no pudieran aprovecharse de estos convirtiéndolos en mano de obra barata.
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Y es que la agitación es, como intuyeron Münzenberg y Goebbels, el precipitado fértil de la propaganda.
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Si el lenguaje define el pensamiento, nada más revelador que la transformación de ciertos verbos transitivos en intransitivos: de repente, hay que disfrutar (poco importa de qué fruto extraigamos provecho), hay que aprender (tanto da si aprendemos geografía litoral o a fabricar bombas de cloro) y, sobre todo, hay que compartir.
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Escapar de la agónica kermés de la agitación es la tarea más heroica de nuestro tiempo.