En esa constelación conservadora que cartografiaba Itxu Díaz, brilla con luz propia el filósofo Higinio Marín (Murcia, 1965), dando profundidad al juego, abriéndose por las bandas. Aunque su presencia, sus publicaciones y su influencia crecen y se dejan notar cada día más, me cuesta aplicarle las palabras de Natalia Ginzburg: «Nuevo astro que surge». Lo admiro desde 1987, año en que caí de novato en el colegio mayor donde él era el prestigioso decano. Desde entonces no ha dejado de pensar y de publicar con excelencia. Pero, anécdotas personales aparte y carrera académica a salvo, el hecho es que esta mayor atención a su obra es una gran noticia. Su último libro es Humano, todavía humano.
En esa constelación, cada cual juega en su posición, como es lógico y eficaz, sin pisarse ni entorpecerse. Higinio Marín va por lo hondo, sin por ello renunciar ni a la cortesía de la transparencia. Ambas cosas conllevan un riesgo: hacen que algunas veces se le vaya fuera la pelota del argumento, y que se le vea más. Ni se refugia en la frivolidad ni se camufla en la oscuridad. Siempre tensa las conexiones y las conclusiones. Por ejemplo, cuando explica que en la casa se dan cita los cuatro elementos de Parménides, con el barro del ladrillo, el fuego del hogar, el agua corriente y el aire del espacio. ¿Excesivo presocratismo, quizá? O esto: «Como bañarse es también lo que hacemos en casa, poder bañarse en los océanos es tanto como regresar al mundo como hogar».
Lo que nos viene muy bien para constatar: 1º) hasta qué punto Higinio Marín se exige pensarlo todo profundamente y 2º) las pocas veces que, a pesar de ese nivel de exigencia argumentativa, deja de ser convincente y natural. Resulta especialmente fino cuando sopesa expresiones coloquiales y lamenta aquellas más hermosas que se van perdiendo. Así, llamar a alguien bueno «una bellísima persona»; o ponderar de otro su «buena presencia»; o el hecho de que dar un regalo se llame también, felizmente, «hacer un presente».
Por supuesto, no sólo corre por su banda: domina el tiki-taka con otros filósofos. Es un maestro de lectura, porque cita con precisión, rápido y al pie. A Ortega (citando a su vez a Benedeto Croce: «Pelma es aquel que nos quita la soledad sin hacernos compañía»); a Gadamer («Los hombres somos una conversación») a Schiller («El camino de la belleza conduce a la libertad»), etc. Pero no convierte el rondo en un círculo vicioso y culturalista: siempre asume su responsabilidad, llega a la línea de fondo y hace desde allí un pase perfecto para que el lector remate a la portería de la verdad por toda la escuadra.
El barbero ha cabeceado estos pases:
No tenemos otro acceso a la realidad que las ideas e historias que nos damos para explicarla. […] Así que vivimos para contarlo, pero no menos que lo contamos para vivirlo en realidad. […] El decir es nuestro modo de ser. […] Animal racional es una mala traducción de zoon logistikon.
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Se viaja más cuanta más atención recaba lo que vemos, lo que de ordinario implica ir más despacio. […] En cierto modo, el viaje se compone de la resistencia que un lugar nos pone a que lo atravesemos mediante la atención que es capaz de requerirnos.
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No hay intimidad sin comunicación. [Idea que los diaristas y escritores autobiográficos del mundo le agradecemos mucho.]
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La falta de imaginación empobrece el futuro y la pérdida de la memoria desvanece el pasado, la falta de atención deteriora el presente.
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Toda concepción es la capacidad de hacer crecer una inspiración: quien concibe hijos, ideas, sinfonías, esculturas o pinturas tiene la capacidad de hacer crecer lo ajeno desde lo propio.
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La maternidad deja ver otro aspecto crucial de la creatividad: solo si lo que se crea tiene, por así decir, vida propia y crece por sí mismo, puede el creador estar cierto de seguir una genuina inspiración. Crear es tener algo a nuestra completa disposición sin poder decidir por uno mismo.
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No hay creador que no reconozca sobre sí la autoridad de aquello que se esfuerza por crear. […] La originalidad requiere de la abnegación de quien no se sobrepone a su obra, porque eso no es más que copiarse a sí mismo.
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Dios es un ser de tal naturaleza que en su presencia sólo se puede estar libremente (y por eso la «necesidad» de la existencia del infierno: un lugar donde se le pueda evitar).
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En su obra La ciudad antigua, contaba el célebre historiador Fustel de Coulanges que cuando los romanos decían de algo que era muy antiguo siempre significaba que lo apreciaban por encima de todo lo demás y les merecía un respeto especial. [Ergo, soy un romano.]
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La adulación es el parásito de la vanidad.
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Aborrecemos la lentitud como los equilibristas temen detenerse en el alambre.
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El efecto de llegar tarde por precipitarse es típico de todos los quehaceres en los que la perfección es la meta.
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Para tener por qué luchar, hay que tener qué cantar.
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Anda el animal que puede danzar, como habla el animal que puede poetizar. [El orden de los factores es bellísimo, subrayemos.]
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La completa felicidad consiste en participar de una alabanza justificada, sin colmo y sin final.[Idea que los críticos literarios le agradecemos en el alma.]
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El elogio de la obra bien hecha y de su autor forma parte esencial de un orden social justo.