Esa expresión y el matiz de tus ojos

Arrastrado por las venas de una literatura inhóspita, he vuelto, como el muchacho de la canción de Love of Lesbian, allí donde solíamos gritar. Han asfaltado el viejo camino que serpentea la montaña rocosa, y el tramo final, donde aceleraba por pura ansiedad, ahora hay que hacerlo despacio, porque lo han trufado de pasos de cebra por los que solo cruzan simpáticas ardillas. Después la cumbre es un islote de viento rodeado de azules, como una tarta marinera y flotante, como un paréntesis que acabó por perder su signo final. Soy Jaime Gil de Biedma en sus Diarios improvisando aquellos versos: “Mi recuerdo eran imágenes / en el instante, de ti: / esa expresión y el matiz / de tus ojos… algo suave”.

He dejado el coche donde siempre, aunque ha pasado tanto tiempo que más bien debería decir donde nunca, y me he puesto a caminar junto al bosque, brezos guiñan el ojo a las camelias, sintiendo un hachazo de emociones al aspirar el perfume de la primavera sin el eco de tu voz de fondo. He vuelto, en fin, a charlar con la sombra de tu recuerdo, como se habla con los muertos, como se sueña a los ausentes, como se besa en la tierra de los oniros a las bellezas que nunca existieron.

He querido escapar de la lluvia de evocaciones, hoy purificada por el tiempo y la deriva de la vida, extenuado ante la presencia de tus manos en las mías, de verte a lo lejos atravesando la vereda de la colina, de oler tu perfume en la zona del lavadero, pero me ha seducido esa manera tuya de estar ausente sin retirar tu mirada de mis ojos, me ha robado una vez más el pulso y la razón, en la pausa impróvida de un calendario en llamas. “Lo peor es que no me siento excesivamente desdichado”, escribe Gil de Biedma en Diarios, “a pesar de que mis reflexiones acerca de mí mismo son decididamente sombrías: me parece estar sometido a un proceso de deterioración, al que no tengo fuerzas ni ganas de oponerme”.

Así, envenenado de tu memoria, he cruzado la ciudad hacia el cabo del viento, donde tú cabello se volvía una medusa histérica en medio de corrientes oceánicas, y a mí me lloraban los ojos al marcharme, y creo que era por esa brisa del sur, o tal vez porque presentía la llegada del oscuro tren de las ausencias.

Tal fue esta invasión de calmosa melancolía, inesperada añoranza, que terminé rezando porque fueran de carne y hueso esas manos tuyas, como cuando en las noches de tormenta y terror cerramos los ojos con fuerza queriendo volver a los ocho años, para tener al lado un abrazo seguro musitando que todo irá bien, aunque el mundo alrededor se estremezca entre relámpagos.

Saqué entonces el bloc y garabateé versos y frases, quizá por aquello que escribió Patricia Gómez Sánchez en su De versos y realidades: “Escribo / porque no sé otra forma / de deshacer mis nudos. Porque me siento viva / poniendo palabras / sobre mis muros”. O quizá también por lo que firmó Luis Alberto de Cuenca en La noche blanca: “Por ti, cuando el rocío bautiza las ciudades, / tomo la pluma, lleno de tu recuerdo, y ardo”.

Aquella vez, casi lo olvido, dejé una estrella colgada en los geranios de tu barrio. Aquella vez entendí más que nunca el retrato urbano que asoma en Trapiello: “A Madrid vienen muchos a pasarlo bien, y otros muchos no acaban de irse de aquí por no pasarlo peor en otra parte”. Fue un día tan triste como todos aquellos. Quedó allí la débil luz de la estrella, como una luciérnaga cernida en el telón de tinta negra de la madrugada, por si alguna vez te perdías en la penumbra, por si algún día necesitabas un faro en el camino de la vida, que al menos pudieras tropezar con tu Estrella Polar. “El que no sabía qué le depararía el futuro era yo”, de nuevo Trapiello, “en realidad tampoco me importaba mucho, porque veía que el futuro me llegaba cambiado en calderilla, día a día, y como los vagabundos a los que les bastan unos céntimos para gastarse en vino, tenía suficiente para ser razonablemente feliz”.

De aquí a allí, no sé si son horas o siglos. Pero hoy, que entre vapores oníricos te has presentado a la deriva de una felicidad, te he visto cruzar la madrugada de la mano de la diosa Nix, con la estrella trenzada en el pelo, y me ha dado un vuelco la esperanza de volver a sonreír entre los sueños. Tus ojos, en fin, dos caricias, siguen siendo como el brillo del ocaso en la orilla de una playa, son agua sincera y libre cuando amas, aun cuando estén a veces dilatados y temblorosos por los ruidos de la vida. Tus ojos no han cambiado. Son los míos hoy los que contemplan el paisaje y el ajetreo de los días tras el prisma lánguido de un cansancio, hoy conmovido por un seísmo de inquieta placidez.