Leo en Twitter a Nacho Raggio enrabietado ante cualquier noticia de manipulación político correcta de los más pequeños: «Si tuviera hijos sería bastante complicado no decirles: «Quitaos el bozal. Ni caso a los profesores. Sacaos el nabo en clase y empezad a mear por todas partes. Abrazad a las chicas. Gritad con vuestros amigos. Sed niños»». La novela Los muchachos de la calle Pál (1907) de Ferenc Molnár cumple el espíritu del programa de Raggio, y hasta lo supera, sin atenerse —menos mal, también soy profesor— a la letra.
Pero ese espíritu revolucionario siempre ha hecho mucha falta y ahora más. ¿Cómo es la revolución que propone Molnár? Es la que apunta a la línea de flotación de estos tiempos. Porque los niños de su libro disfrutan horrores con la jerarquía, aman el heroísmo, se desviven por la lealtad, han descubierto instintivamente el patriotismo, el honor, el sacrificio, los principios generales del Derecho y el encanto de las ordenanzas. Se pasan los días jugando, pero todo eso lo viven de verdad y a fondo. Han descubierto la mayor de las aventuras: la del orden. El discurso de Nemecsek frente a sus enemigos debería estudiarse en cualquier escuela de nobleza de espíritu. La importancia del rito y las consecuencias del sacrificio también merecen un sesudo análisis girardiano. Hay fragmentos de una maestría literaria que cortan el aliento, como la visita del cliente a la casa del pequeño sastre. Y todo eso sin perder la frescura de una novela para niños.
Siendo una lectura juvenil, encoge el corazón del más resabiado de los lectores maduros, por ejemplo, el mío. Yo se la he leído a mis hijos en voz alta por las noches, en puro Dani Capó style. Hemos terminado la novela llorando los tres. Mis hijos me decían: «Papá, si la hubieses escrito tú lo habrías salvado, ¿verdad?, ¿verdad?» «Sí», les reconocía, «y por eso no soy novelista, ni lo sería bueno». La pérdida de la infancia es una muerte y los símbolos son una cosa muy seria.
Pero también hay una inmortalidad literaria, en el recuerdo, que es a la que tienen que aspirar los personajes de ficción. Nosotros no podremos olvidar ni a Boka, ni a Nemeseck, ni al elegantísimo Csele, ni a Csónakos, al que se le notaba que era de provincias, ni, por supuesto, al gallardo Feri Áts, ni siquera a Geréb. Quien ha leído este libro es ya para siempre un muchacho más de la calle Pál. Unamuno, en su Vida de don Quijote y Sancho constata que para ser héroe hace falta hacerse niño. ¿No sería para eso —me preguntaba yo— para lo que Jesucristo nos instó a hacernos como niños? ¿Nos invitaba a ser héroes? Parece es estirar demasiado el pasaje evangélico y a Unamuno, pero no tengo duda de que este libro de Ferenc Molnár sí acoge esa idea.
Cuando uno se entera de que el autor se cambió su apellido de resonancias alemanas (Ferenc Neumann), para sonar mucho más húngaro, se atisba la sinceridad con la que el joven literato de ascendencia judía y de familia acomodada escribió este libro. ¿Acaso no está transido de amor al terreno, al terruño, y de la importancia vital de los nombres y los vínculos?
Al ser una historia de aventuras, quizá el curioso lector no saque en claro mucho de las frases y escenas que ha recortado el barbero, pero creo que el espíritu sí se le contagiará, misteriosamente adherido a unas pocas letras:
La valentía me gusta, pero esto no tiene ningún sentido.
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[El muchacho] empezaba su andadura como alguien que, aunque no llegara lejos en la vida, se revelaría como un hombre honesto.
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El castigo impuesto a sí mismo suponía un maravilloso ejemplo de virilidad que no se escuchaba siquiera en las clases de latín, y eso que en las clases de latín pululaban las personalidades romanas.
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Y Nemecsek, detrás de todos, se alegró tanto [de un acto de justicia entre los muchachos] que bailó en silencio un breve csárdás.
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[El terreno, es descampado en el que jugaban] Se percibía en la expresión de sus ojos que les gustaba ese trocito de tierra y que estaban dispuestos a luchar por él en caso de necesidad. Era una forma de amor patrio.
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Era un muchacho que siempre olvidaba sus problemas. Había que recordárselos continuamente.
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Y como el más estúpido suele ser al mismo tiempo el más ruidoso, no paraba de gritar.
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Todos se quedaron quietos en sus sitios. Percibían que ese muchachito rubio era un verdadero pequeño héroe, un hombre de verdad que merecía ser un adulto.
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Boka era un muchacho inteligente, pero no sabía aún que existen otros hombres muy distintos de nosotros y que esto siempre se aprende a costa de una experiencia dolorosa.
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Pero precisamente eso era lo bonito de la bandera: hecha jirones como una bandera de verdad, desgarrada…
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… porque tu padre ha sido toda la vida un hombre honesto y no tolerará que su hijo traicione a sus compañeros.
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Y los muchachos, por qué negarlo, eran buenos.
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… la bandera. Antes de entregarla, la besó.
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No en vano decían de Csele que era un dandi, no en vano decían que era elegante; había que reconocer que esta vez actuó con garbo. No estaba dispuesto a traicionar a nadie ante el enemigo, ni siquiera al traidor.
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—Sólo quería decir que me ha alegrado que te refirieses a mí como un buen muchacho. Pero me ha dolido que lo expresaras así: Eres un buen muchacho a pesar de todo.
Boka se sonrió:
—No es culpa mía. La causa eres tú mismo.
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Algunos incluso se sonrieron. Algún canalla incluso se rió de ellos en voz alta. Pero a ellos no les importaba. Hasta Csónakos, que normalmente castigaba tales risas en el acto y, si podía ser, sin contemplaciones, esta vez continuó tranquilamente entre los demás, sin preocuparse de los alegres aprendices. Según su punto de vista, se trataba de un asunto tan serio y sagrado que no podía ser perturbado ni siquiera por el bribón más divertido del mundo.
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Su sagrada obligación en ese momento era quedarse.
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¡El terreno —gritó— es todo un reino! ¡Vosotros no lo sabéis porque no habéis luchado nunca por la patria!
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Boka aguantó, aguantó como un hombre y fingió alegrarse de tocar la corneta.
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Por nada del mundo estaba dispuesto a renunciar al tono oficial, la mayor satisfacción de todos ellos.
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Las queridas huellas que pronto desaparecerían de la arena.