No querría enmendar la plana a David Lema, editor del magnífico compendio de artículos de David Gistau (El penúltimo negroni en editorial Debate, pero bien podría haber hecho una sección dedicada a la paternidad. Casi toda la parte del libro titulada “Rosebud. Sobre el tiempo no perdido pero pasado” está atravesada por esta experiencia.
Gistau es un ejemplo estupendo para recuperar una palabra que me tengo prohibida en toda reseña: honestidad. Ya saben que si en una crítica de libro, de película, de disco o de baile regional al periodista se le ocurre decir que es “su obra más honesta” hay que escapar por donde uno pueda. Pero es que resulta que últimamente nos hemos encontrado con una serie de escritores que cuentan su paternidad de forma que solo “esa palabra” es la exacta. Estoy pensando en Pedro Herrero o en Ana Iris Simón. Hace unas semanas en Tuiter, Mariona Gúmpert identificaba a este grupo de escritores bajo el título De nada, meapilas: “hay una serie de personas que sin ser creyentes ni venir de “ambientes católicos” están haciendo muchísimo por defender la fe y/o virtudes y modos de vida asociados”.
Decía Jean Guitton que lo razonable es someter la razón a la experiencia. La experiencia permite hacer surgir en el que conoce, ama, se preocupa por una cosa, construye, cuida un hijo…, una serie de evidencias y de exigencias de tal manera que la realidad de repente se hace mucho más luminosa y transparente. Claro, hay que estar atento a lo que sucede delante, y eso enciende una chispa. Y a poco que uno sea medianamente serio descubre en lo real, en las cosas mismas, una música callada (como diría San Juan de la Cruz).
En David Gistau nos encontramos a un autor que mira la realidad y se pregunta por su significado. Con la medida de la exigencia de su corazón. Y, como Herrero y Simón, lo cuentan muy bien dejando a sus lectores con un cabeceo de asentimiento y unas ganas de decir “yo quiero eso pa’mí”.
Por supuesto hay un artículo que deberían repartir en la sala de espera de las maternidades. “Del Martini al meconio” explica a la perfección por qué las mujeres “viven la maternidad desde que se quedan embarazadas” mientras que los hombres necesitan ver al niño ya nacido, o mejor aún, necesitamos avivar el instinto de protección y para ello necesitamos tomar conciencia de su indefensión. En este artículo, Gistau muestra con maestría que la paternidad es dar un sentido positivo de la realidad, introducir al hijo en la realidad (como también muestra en “Quino en el ascensor” con las ganas de salir corriendo a la librería mas cercana a comprar las colecciones de Tintín, Astérix y Mafalda), sin censurar que “el primer mes en casa de un recién nacido es un excelente motivo para preguntarse donde está Zihuanatejo, aquel pueblo mexicano donde el Tim Robbins de Cadena perpetua creía que nadie le buscaría jamás”.
Ese hombre que cuida y custodia, confiesa que se lo debe a un suegro que tuvo. El relato nos llega en “El jefe de la caverna”: “me salvó este suegro, con su antipedagogía de Pigmalión a la inversa me despojó de todas las capas de educación burguesa hasta descubrir en mí al hombre esencial, bruto, estepario, feliz en la existencia primaria de las satisfacciones inmediatas”.
Las primeras preguntas trascendentales aparecen en “El pajarito de Caillou”. Por supuesto referido al primogénito, que provoca una inversión de papeles tras la primera conversación sobre la muerte: si los primeros meses de vida del hijo era el padre el que se despertaba por la noche para comprobar que respiraba, ahora es el hijo el que lo hace por la noche. Cosa que por cierto no pasa con el tercero: “para levantarse de la cama por él tiene que estar atacándolo Drácula. El tercero, por cierto, no puede permitirse angustias intelectuales. Bastante tiene con sobrevivir en términos darwinistas, con pelear por todo cuanto al mayor le fue dado”.
En “Las rueditas traseras” hay otra clave educativa que surge del clásico momento de aprender a montar en bici y la promesa del padre de no soltar: “a veces la traición a un voto de protección ayuda más a un chico que la propia protección. Y que nunca sabemos qué momentos compartidos, aparentemente triviales para el adulto, se quedarán grabados para siempre en la memoria del chico”. Ya saben, nos miran siempre, y “aunque sea agotadora en ocasiones, esa presión termina siendo enriquecedora también para mí. Porque es bajo la mirada de los hijos cuando por primera vez en mi vida he encontrado un motivo para tratar siempre de ser el mejor tipo que pueda haber en mí”.
Pero es en “Mi vida peligrosa” (recogido en otra sección del libro, “El puto folio del columnista”) donde encontramos la declaración definitiva de la paternidad de Gistau. Entronca directamente con Peguy y eso de que el único aventurero hoy es el padre de familia: “El otro día madrugué y, para no despertar a nadie en casa, tuve que armar a oscuras la bolsa del gimnasio. El resultado fue nefasto. Unas horas después, en el vestuario de un club de boxeo lleno de tipos que volvían de guantear comentando los golpes, extraje de la bolsa una toalla de Bob Esponja de los niños cogida por error que, una vez anudada a la cintura, arruinó para siempre cualquier posibilidad de conquistar el ring”.