Este es el primer artículo de esta colección en que el objeto de nuestra apreciación y entusiasmo no es un autor, sino un personaje. Sherlock Holmes es el ejemplo supremo de creación que devora al creador. Pinocho matando a Gepetto. Gandalf oscureciendo con su capa a Tolkien. Hamlet haciendo que durante siglos citemos a Hamlet y no a Shakespeare. No nos interesa un pimiento Conan Doyle el oftalmólogo, ni los otros buenos libros que escribió, ni su afición al ocultismo y la ouija –sorprendente, a juzgar por el materialismo analítico de su personaje principal; retratado, por cierto, en un episodio de El Ministerio del Tiempo–, ni que se llamara Arthur Ignatius Doyle, ni que, como todos los grandes escritores ingleses, no fuera inglés (nació en Edimburgo). Nos da exactamente igual. Aquí solo nos importa Sherlock.

Top Ten de lo British

Si tuviéramos que hacer un ranking de lo británico, una lista de motivos de aquello que nos hace amar, pese a todo, a la pérfida Albión; si tuviéramos que enumerar de forma caótica y a bote pronto aquello que nos encandila de lo British, Sherlock Holmes estaría en la primera página. Junto al castillo de Hogwarts, los húmedos prados por los que conversan los enamorados de Jane Austen, la mansión Brideshead y su sombría controversia moral, la niebla –polución– que encubre a Jack el Destripador, la pierna derecha de David Beckham, las portadas de Iron Maiden, el sombrero impertérrito de un Guardia Real, el cigarro de Churchill, y los aristocráticos perros que persiguen al zorro, como salido de una fábula, al son de las trompas. En este collage sentimental, al que podría añadir páginas y páginas Ignacio Peyró (y lo hizo: más de ochocientas), estaría en el centro Holmes, en bata y zapatillas junto al fuego, encendiendo la pipa y frunciendo el ceño en ese gesto de concentración que el Dr. Watson conoce bien, y que jamás se atrevería a interrumpir.

¡¿A que voy yo y lo encuentro?!

Pero vayamos ya al melón, al meollo. ¿Por qué nos gusta tanto Sherlock Holmes? Es cierto que todo lo British, salvo a los muy anglófobos, nos deleita. Sin embargo, para ello podrían servirnos las hilarantes ligerezas –más profundas de lo que parecen – de Woodehouse, o los escenarios claustrofóbicos de Agatha Christie. En la forma de discurrir del cerebro de Holmes encontramos algo que necesitamos, algo a lo que volver siempre como un recordatorio, un aviso de que debemos permanecer alertas, vigilantes como un beefeater. Lo primero que nos enseña Holmes es a ver la realidad. Algo tan elemental («elemental, querido Watson» es una frase que no aparece nunca en los libros, igual que «tócala otra vez, Sam» no se dice en Casablanca; ni «¿No es verdad, ángel de amor…?» en el Tenorio), algo, decía, tan básico, que continuamente se escapa de nuestra mente, y no es un ejercicio tan sencillo como parece. Lo experimentamos todos los que tenemos hijos adolescentes: ¿cuántas veces nos replica nuestro lánguido teenager, sobre algún objeto cotidiano extraviado, «no estaaaaá», y vamos nosotros a la habitación y el objeto aparece, como por arte de magia? Sucede que el individuo con acné y voz de gallo que suplanta a nuestro hijo estaba mirando diez centímetros más abajo. Ni se le ocurrió pensar que el bolígrafo pudiera estar en el estante superior. El peso de su flequillo, y su pose de desgana vital, le impiden levantar la vista y ver. Encuentro en esto –ya se habrán dado cuenta ustedes– una metáfora de nuestra condición humana. Lo primero, como querría Santo Tomás de Aquino, ver. Ver el ens, el Ser, la realidad tal cual es. Lo dado. El dato magro, puro, sin aditivos ni prejuicios. Una desnudez de la mente, nada fácil, en que no damos nada por sentado. En que intentamos ser honestos con «lo que hay», no pintar la realidad del color de nuestras ideas. Holmes es una depuradora de la mirada, una trituradora de interferencias, una tuneladora a través de lo aparente, para alcanzar el dato relevante. Un católico debería, antes que al Padre Brown, encomendarse a Holmes. Respeto al hecho en sí. No dar un paso en falso, sobre arena, sino sobre la roca firme de lo incontestable. De ahí que las deducciones de nuestro detective se fundamenten en hechos físicos casi siempre, pues estos son honestos, no tan fácilmente manipulables como los psicológicos. El Padre Brown se apoya siempre en su conocimiento del alma humana, como confesor. Holmes en la realidad material, en la observación de lo que se puede repetir y comprobar. Hércules Poirot opera mediante una mezcla de ambos métodos, por eso Agata Christie nos resulta tan deliciosamente completa. Pero, puestos a empezar por el principio, Holmes. El objeto, la cosa, lo material. Dios hizo a Adán con barro y luego le insufló el hálito de vida. Este es el orden, pues. Empecemos por el barro, y deduzcamos que nuestro interlocutor viene de caminar por calles no asfaltadas, a juzgar por las manchas de barro en los faldones de su capa.

 

Rametek, Rametek

La saga de Sherlock Holmes ha inspirado una cantidad enorme de homenajes, remedos, versiones y adaptaciones. Desde la obra de teatro de William Gillete en 1899, que dibujaría para siempre en nuestras mentes la silueta de Holmes con una voluminosa pipa «de calabaza», esas curvas y acampanadas; hasta las muchas adaptaciones cinematográficas, tanto en pantalla grande como televisivas. Aquí tienen una relación bastante detallada.  Entre todo este universo que gravita en torno al 221b de Baker Street, voy a destacar tres obras muy diferentes entre sí.

La primera es El secreto de la pirámide («Young Sherlock Holmes»), que tiene todo el sabor ochentero de los Goonies o Indiana Jones, en una ucronía de relación temprana, escolar, entre Holmes y Watson, y que trata de explicar el porqué de la retraída y solitaria vida del detective adulto. Esa musiquita de la secta mortífera secreta («Rametek… Rametek») forma parte, junto con la obra de John Williams, de la banda sonora de la vida de muchos de nosotros.

La segunda sería la serie House, protagonizada por Hugh Laurie. No tiene relación directa con los libros de Conan Doyle, pero el personaje está construido sobre la plantilla de Holmes: cínico (aparentemente), solo preocupado de su labor científica (aparentemente), músico aficionado (Holmes, al violín; House al piano y la guitarra eléctrica). Solitario. Con un íntimo amigo médico, al que trata con cierta dureza pero que en el fondo quiere. Con capacidad de observación y análisis que parecen magia para los no iniciados, y que trae de cabeza a las autoridades. Hasta el número de su casa es el 221.

Y, por último, la serie Sherlock, con Benedict Cumberbatch y Martin Freeman, que sitúa al detective en el mundo actual, equipado de iPhone y Whatsapp. Este tipo de intentos de actualización habían ofrecido resultados desiguales en el pasado, pero Sherlock es emocionante, con tensión y verosimilitud, pese a los muchos retorcimientos de la trama. Las historias son nuevas, no las de los libros, aunque conserva a su némesis, Moriarty, interpretado de manera magistral por Andrew Scott, e introduce a secundarios muy interesantes, como a su hermano Mycroft Holmes. Sherlock es de esos productos que nos hacen estimar tanto a la BBC.

 

Lo maté porque era mío

Se han escrito miles y miles de páginas sobre Sherlock Holmes, y se seguirán escribiendo, porque Conan Doyle logró que su personaje importara más que su propio prestigio literario. Todo ello muy a su pesar: no olvidemos que «mató» a su personaje, harto de él, y se vio obligado a resucitarlo. Como decíamos al principio, nos da igual el autor, lo que nos importa es Holmes, y cómo sus aventuras nos deleitan una y otra vez, en un festín para la inteligencia. Sigamos poniéndonos la bata y las pantuflas, sentándonos junto al fuego en el 221b de Baker Street, mientras esperamos la cena, y a nuestro buen amigo Watson que viene a compartir con nosotros los detalles intrigantes de un nuevo caso. Porque es uno de los nuestros, y siempre lo será, digamos ahora: Forever Holmes.