Muchos lugares son Brideshead. Allí donde nos deslumbra la belleza, o intuimos durante un segundo la plenitud, o nos muerde una agridulce carencia inexplicada –esa oquedad que grita y que llamamos nostalgia–; en todos esos lugares nos decimos: “yo he estado aquí antes”. Estas son las palabras que pronuncia Charles Ryder, como para sí mismo, muchos años después, al llegar  al escenario del florecimiento y muerte de su juventud. Nudo central, intersección de fuerzas terrestres y espirituales, el quicio sobre el que pivota –como puerta que se cierra con ominoso ruido– la vida del protagonista de Brideshead Revisited, the Sacred and Profane Memories of Capt. Charles Ryder

 

 

 

 

Al enfrentarnos a la obra de ficción de Evelyn Waugh, desde Decadencia y Caída hasta Rendición incondicional, nos encontramos aquí y allá con rasgos de lo que se da de manera concentrada, como una pulpa densa, en Brideshead Revisited: eso que muchos han llamado “catolicismo atormentado”, y que es la representación dramática de los forcejeos de una persona entre sus pasiones dominantes, sus vicios casi inevitables –y ese casi es el campo de batalla– y la acción de la Gracia divina. El propio autor lo explicaba en estos términos en el prefacio: “la novela trata de lo que la teología llama “la intervención de la gracia divina”, es decir, el acto de amor unilateral e inmerecido por el que Dios llama continuamente las almas hacia sí”. Imagino la cara de un lector cualquiera, sobre todo si no es creyente, al leer semejantes palabras; es más, imagino su comentario: “Pues yo creía que la novela iba sobre la amistad entre Charles y Sebastian, y la maduración desigual de ambos, entrelazado con los avatares de la familia Flyte, y coronado con una historia de amor”. Y es cierto. Pero, aparte de que no hay que confundir el motivo y la trama con el tema de una obra, aquí se da una distinción importante que creo que divide al público lector en dos mitades. Y estas, a su vez, en muchas más.

 

 

La frivolidad, algo muy profundo

 

Se puede disfrutar de la novela con un mero gusto esteticista, por supuesto: cuando comienza el largo flash-back que constituye el cuerpo de la novela, escuchamos un tintineo de copas de champán, hay trufas por doquier, pichones a la miel sobre manteles de lino iluminados con candelabros, y mayordomos sexagenarios que asisten a tardoadolescentes que bostezan en sus habitaciones en Oxford. Largas conversaciones con lenguaje decadente (mucho mini-Oscar Wilde sin saber beber), insinuaciones homosexuales, afectación y lujo en general. Todo ello bajo las agujas de los campanarios de los colleges, junto a prados de húmedos verdes, paseos arbolados y gráciles bicicletas sobre las que repasan su Virgilio los alumnos. En la revisión de la novela para la edición de 1959, Waugh escribía lo siguiente: “Era (1944) una época deprimente, de privaciones y continuas amenazas –la época de la sopa de judías y el leguaje llano–, y en consecuencia el libro está teñido de un matiz de sibaritismo, de nostalgia por la buena comida y los buenos vinos, por los esplendores de un pasado reciente, y por un lenguaje retórico y adornado, que ahora, con el estómago lleno, encuentro de mal gusto. He modificado los pasajes más exagerados, pero no los he eliminado porque son una parte esencial del libro”. Aquí debo, entonces, corregir el comienzo de mi párrafo, pues no sería un “mero gusto esteticista”, ya que estos despliegues de dandy son algo “esencial”. Precisamente, el amor y la Gracia se abren camino, por un lado a través de la frivolidad decadente e irreflexiva de la juventud, y por otro de la sequedad y la densa atmósfera enrarecida sobre tapices densos, de la aristocracia. Es más, sucede no solo “a través de”, sino “apoyándose en”, “partiendo de”, casi casi diríamos “gracias a”. La naturaleza que, según la doctrina tradicional, es perfeccionada por la Gracia, incluye en este caso toda la tontería a la que llamamos frivolidad o decadencia. Son los bueyes con los que arar, el punto de partida. Los trascendentales del Ser (Bien, Bondad, Belleza) casi siempre se nos presentan disgregados, confundidos –trigo y cizaña– y, a través de la Belleza, aun en su aspecto decadente o frívolo, un sentido mayor se abre camino.

 

La cuarta dimensión

 

Cuando vi la película El exorcista por primera vez sentí pavor; no sólo por la truculencia de las imágenes, o por mi tierna edad, sino también porque yo creía en el demonio, y sabía lo que significaba el ritual, y la conversación peligrosa con el Maligno, y las dudas de fe del Padre Karras. Siempre me pregunté cómo experimentarían la película los no creyentes. Con Evelyn Waugh, o con Graham Greene por no ir más lejos, me sucede igual: el gozne sobre el que gira Brideshead (con ominoso ruido) es en última instancia espiritual. Charles no cree en Dios ni en la Iglesia y se declara, no ateo –posición demasiado militante para el diletante–, sino cómodamente agnóstico, en consonancia con el sibaritismo esteticista de la primera mitad de la novela. Gran parte de la cuerda que se tensa y se tensa en su relación con Julia es su incomprensión del fenómeno espiritual en esa casa, y de los Sacramentos; y dirige sus comentarios mordaces hacia una sufriente Julia que, incapaz de revolverse contra su amado, no deja sin embargo de sentir el tirón de un hilo invisible. Su hermana Cordelia se lo recuerda a Charles en cierto momento:

 

La gente reacciona ante la religión de maneras diferentes. Al menos, en la familia no han sido muy constantes ¿verdad? El la ha dejado, Sebastián la ha dejado y Julia la ha dejado. Pero Dios no permitirá que la dejen por mucho tiempo ¿sabes? Me pregunto si te acuerdas de la historia que nos leyó mamá la primera noche que Sebastián se emborrachó…; quiero decir la noche mala. El padre Brown dijo algo así como “le cogí (al ladrón) con una caña y un anzuelo invisibles, lo bastante largos como para dejarle caminar hasta el fin del mundo y hacerle regresar con un tirón del hilo” ”. Esta es la cita que vertebra la novela, y es repetida en tres ocasiones como running gag.

 

Charles no puede entenderlo, no ve el hilo, pero todos estos personajes, con su diversa forma de afrontar el tedio, la desgracia y la disgregación, son atraídos sutilmente hacia una luz superior. Ahora bien, la reacción incrédula de Charles es lo normal, ahí Waugh no exagera ni lo caricaturiza con tendenciosa confesionalidad. Decía C.S. Lewis que la vida sobrenatural es como una cuarta dimensión: si pudiéramos hablar con un personaje dibujado en un papel, y por lo tanto en dos dimensiones, no entendería nada si le intentáramos explicar la tercera dimensión, la profundidad. Para él, esas líneas forman algo así como el gorro de un duende, no un camino que se pierde en la distancia. En esas otras líneas que forman paralelepípedos, tampoco vería formas volumétricas, cajas o casas. Solo si, por arte de magia, alguien lo convirtiera en un personaje de tres dimensiones, entendería qué había significado todo el tiempo esa disposición de líneas, el punto de fuga, el dibujar más pequeño al más distante… Tras este sencillo ejemplo, Lewis conmina a sus lectores creyentes a no sentir impaciencia o incomprensión por las reacciones estupefactas, o incluso satíricas, de los no creyentes. Lo normal, desde “fuera”, es que todo parezca una extrañísima, elaborada superchería. Y en eso, Waugh no se corta y representa la irritada estupefacción, perfectamente, en la figura de Charles Ryder (Jeremy Irons, en la magnífica serie de 1981). Y con ello prepara una terrible colisión espiritual. 

La maestría de Waugh es mostrar estos hilos que se cruzan sin que parezcan fruto de la determinación, ni los personajes víctimas del ciego destino y sus errores, sino que emergen de la página como seres libres, aunque sea en un último resquicio de luz –la puerta que se cierra con ominoso ruido– justo antes del fin.