Divulgación histórica, novela y ensayo. Este es el orden que José María Sánchez Galera (Madrid, 1976) ha seguido en su producción literaria. Tras Vamos a contar mentiras (Edaf, 2012) y Los dioses tienen los pies de lana, el licenciado en periodismo y doctor en Humanidades nos trae La edad de las nueces – Los niños en el Imperio romano publicado por la editorial Encuentro en abril de 2021. A través de poemas, textos y fotografías el autor nos traslada a la infancia en tiempos de los césares de Roma. Así, los grandes poetas y filósofos de la Antigüedad clásica nos muestran cómo vivían los niños y Sánchez Galera identifica similitudes y diferencias con la época actual, además de señalar los cambios que introdujo en dicho ámbito el surgimiento del cristianismo dentro del Imperio romano. Quizá sea conveniente destacar la excepcional capacidad pedagógica del autor sin que por ello el texto pierda ritmo o peque de aridez. Un imprescindible para aquellos interesados en la historia. O en nuestra cultura al fin y al cabo.
Culturilla general
Ensayo, novela y poesía. ¿Sí a todo? Recomiéndenos tres.
Sí a todo, y no sólo por aquello que decía un personaje de Terencio. De ensayo, casi cualquier cosa de Sánchez–Albornoz, por ejemplo, Una ciudad de la España cristiana hace mil años (Rialp, 2014). De novela, La isla del tesoro (Stevenson). De poesía aconsejo una antología de Pedro Salinas editada en Cátedra, Aventura poética.
¿Qué tipo de lector es? ¿De pijama y mesita de noche? ¿De biblioteca y chimenea? ¿De metro o parque público (cuando podía)?
De todo. Mientras haya silencio y se pueda estar cómodo, casi cualquier lugar viene bien.
¿Tiene “manías” a la hora de leer (ediciones, doblar páginas, subrayar o hacer anotaciones)?
No. En muy contadas ocasiones, a lápiz y sólo en mis libros, puedo añadir algún escolio o llamada de atención. Aunque hay excepciones, como en mi Marcial de Alma Mater.
Si tiene, ¿cómo es su ex libris?
Antes firmaba mis libros, con bolígrafo o pluma, y anotaba el año de adquisición. Desde hace unos diez años, sólo lo hago a lápiz—o no pongo nada.
¿Cómo elige usted sus lecturas?
Calidad, curiosidad, necesidad.
Relato, artículo, entrada de blog… pieza no contenida en un libro que retenga en la memoria.
Algún diálogo de cine; por ejemplo, aquello de Atraco a las tres: «Un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo».
Pierre Bayard nos explicaba cómo hablar de los libros que no se han leído. ¿Con cuál lo ha hecho alguna vez?
Supongo que con alguno que otro, aunque creo que ya me libré de ese pecado de juventud.
¿Sigue alguna norma concreta a la hora de ordenar su biblioteca?
Por temas, por fechas (de edición original o antigüedad), por tamaño. Tengo varias estanterías que son una macedonia de libros.
Maquiavelo se acercaba a los libros con ropas curiales, ¿qué obra/autor le merece tal reverencia?
Homero y la Biblia. Añadiría que Shakespeare, pero porque la edición que tengo en casa es de papel finito y se me pueden romper todas las páginas, si no las cojo con mimo.
¿Lee traducciones o procura encontrar la obra en su lengua original?
Casi todo lo que tengo de autores griegos y latinos es edición bilingüe. Para lo demás, procuro acudir a ediciones originales, si se trata de un trabajo académico. En el resto de los casos, me da un poco lo mismo. Aparte, tengo a autores como Salinger o Eça de Queiroz en edición original.
He venido a hablar de mi libro
Su tercer libro se basa en su tesis doctoral, pero el proceso de adaptación es arduo, muy alejado del copy-paste. Cuéntenos cómo ha sido y las diferencias a la hora de enfrentar la redacción del mismo con respecto a su anterior obra, una novela.
Cada libro es como un hijo, de modo que es mejor no intentar tratarlos como si salieran en serie de una fábrica. Además, la novela era una hija a la que mimé mucho, de esas hijas a las que uno quiere retener a su lado toda la vida. En el caso de “La edad de las nueces”—que es un muchacho bien fuerte y sano—, lo primero que hice fue revisar errores de la tesis, agrupar de otra manera los contenidos, pasar al texto principal casi todo lo explicativo en las notas al pie, añadir, revisar, ampliar, seguir documentándome y estudiando, y, sobre todo, leer y releer completo el texto, una vez terminado.
En mi caso, cuento con una facilidad añadida, porque sé escribir de ocho o diez maneras diferentes, pues trabajé muchos años en comunicación corporativa y en marketing. Desde notas de prensa hasta noticias en Marca, reseñas de libros de ensayo, reportajes de tendencias culturales, boletines de ofertas, traducciones de libros, tribunas para prensa a nombre de otros, revisiones de obras de otros autores…
El libro ha sido prologado por Gregorio Luri (pinchando aquí puede leer la entrevista a Luri), que es un gran valedor, y en él nos incita a reconocer “lo nuestro” en “ellos”. Usted explica en el libro la perspectiva de la Antigüedad clásica para tratar los distintos temas que atañen a la infancia. La pregunta es: ¿en los últimos, digamos, 50 años, nos hemos alejado más que en los 2200 anteriores?
Sí, sí. Luri ha reparado, como buen maestro, en esta alteración tan abismal; él dice que su infancia era más similar a la de un niño romano que a la de sus nietos. Yo casi podría decir lo equivalente; mi niñez es bien diferente de la de mis sobrinos o los hijos de mis amigos. Cuando yo era crío, en verano apenas veía la televisión; si acaso, un episodio de “El equipo A” o “El coche fantástico”. Entre los trece y los veinte años, me parece que no veía ni un minuto de televisión en todo el verano. Ahora, cualquier chaval consume más televisión (o youtube, o lo que sea) en un par de días de agosto que yo en los tres meses que no había colegio. Durante mi primer año de carrera, no tenía televisor en el piso. En una o dos generaciones, se ha dado un cambio como jamás se había producido en toda la historia. El caso de la televisión es sólo un ejemplo. De niño, yo veía cómo mi abuela sacrificaba los conejos o los pollos que comíamos; y hablo de una ciudad como Linares (Jaén), no de un poblado chabolista. El lechero nos traía todas las tardes la leche recién ordeñada.
Creo que además ha tenido experiencias dispares tratando de recabar los documentos fotográficos que incluye el libro y que también le han dado para alguna que otra reflexión.
El libro cuenta con unas 40 fotografías, procedentes de una media docena de instituciones. En algunos casos, el proceso para obtener los permisos ha resultado más complejo de lo deseable. E incluso he desistido de incluir algunas, dadas las dificultades que suponía, en especial debido a la burocracia y al “venga usted mañana”. Hablo de instituciones españolas,y también del vastísimo mundo de Oxford, que no deja de ser una gigantesca universidad pública, casi un ministerio en sí mismo. Aunque, comparado con… Me ahorro los nombres; cualquiera que haya deambulado por el mundo académico español sabe a qué me refiero.
En comparación con países cuya historia antigua es paupérrima, como Reino Unido, y, obviamente, Estados Unidos, los países con más historia —sobre todo, España e Italia— parece que funcionan con terrible desidia a la hora de promocionar lo que son, lo que han sido y lo que han aportado al resto de la humanidad. En casa tengo docenas de libros excelentes que he cogido de expurgos de bibliotecas públicas, o de herencias tiradas a contendores de obra. Por ejemplo, mi “Conde Lucanor” tiene el exlibris de la biblioteca personal de Francisco Ayala (1906–2009). Si el manuscrito del Cantar del Cid está en la Biblioteca Nacional, se debe a la nobleza dela familia Pidal y a la generosidad de la Fundación Juan March.
En todo caso, estoy muy satisfecho de que una muñeca española sea la portada del libro. Agradezco enormemente las facilidades y buen trato que, en este sentido, he recibido del Museo Nacional Arqueológico de Tarragona, donde se encuentra esta muñeca. Por cierto; el apóstol Saulo de Tarso tenía intención de llegarse a España, entrando por el puerto de Tarragona, una ciudad muy destacada en aquella época. El autor al que quizá cito más en “La edad de las nueces”, Marcial, cuenta que desea regresar a Bílbilis (Calatayud), de modo que viajará desde Roma hasta Tarragona. Se trata de un poema que incluyo íntegro en el libro.
Dejaremos que el lector descubra qué significado tienen las nueces, e imagino que llamará la atención especialmente el capítulo dedicado a la pederastia.
Al principio del libro, en la página 12—después del índice— incluyo una breve cita de Catulo que ya explica el sentido de las nueces. De momento, digamos que en la Antigüedad no existían las chapas.
La pederastia es un tema que me habría resultado muy cómodo dejar de lado. Pero no habría sido honesto, si no hubiera incluido este capítulo. Es muy bonito hablar de dulces rellenos de miel y de juguetes, pero la Antigüedad —en general, todo lo humano— tenía aspectos muy sombríos que, curiosamente, estamos retomando. Uno de esos lados siniestros era la pederastia y, en especial, el insuficiente rechazo que se daba por una parte no desdeñable de la sociedad. Como señalo en el libro, hay algún que otro poeta antiguo que compone epigramas donde muestra sus obsesiones sexuales con chicos de doce años, las ganas que tiene de pervertirlos, de ultrajarlos… Aquella era una sensibilidad bastante alejada de la que, hasta hace poco, se consideraba la propia de nuestra civilización, muy determinada por el legado judío y cristiano. En todo caso, autores gentiles como Marco Aurelio y Cicerón ya se expresaban con abierta repugnancia al respecto.
Otro tema que se trata y que se ha consolidado en el imaginario popular es el de los niños expósitos, ¿qué errores tenemos respecto a lo que en realidad consistía esta “práctica”?
Por una parte, hemos de considerar que, en nuestra cultura, un niño expósito, en realidad, suele (o solía) dejarse a cargo de una institución, por lo general, religiosa. En la Antigüedad gentil no existía este tipo de organizaciones; al niño se lo abandonaba, literalmente, en la calle. A menudo, cerca de vertederos o lugares donde el bebé podía morir de cualquier forma en apenas un día o dos. Esos bebés eran un objeto tirado por la calle; quien se lo encontrara, se lo quedaba, si quería, y podía hacer lo que le viniera en gana.
Ahora bien: ¿hasta qué punto se recurría a esta práctica, permitida mucho tiempo por la ley? En el libro selecciono los estudios y análisis de varios especialistas; algunos creen que la práctica llegó a estar extendida, y otros asumen que resultaba casi anecdótica. Lo que sí resulta llamativo es que las fuentes hablen muchas veces, aunque sea en obras de ficción, de esta realidad. Una realidad que, no lo olvidemos, se basaba en el derecho que el padre de familia tenía sobre la vida de sus hijos. Los hijos pequeños y los esclavos eran propiedad del padre, igual que si se tratasen de muebles.
Todo esto cambia con el cristianismo; las familias pobres que no pueden hacerse con la crianza de un hijo lo entregan a un monasterio o a un orfanato, que es un invento cristiano. En la mentalidad gentil, la idea de un orfanato no tiene ningún sentido.
Por otra parte, la literatura antigua es abundante en casos de abandono de niños que luego son acogidos por otra familia y llegan a convertirse en grandes héroes o personajes relevantes: pensemos en Edipo, Moisés, Rómulo y Remo, o Paris, que es el que causó la guerra de Troya.
A menudo el pater familias delegaba la educación de hijos y siervos en filósofos y pedagogos griegos. ¿Cree que la batalla por recuperar la instrucción básica en latín y griego está perdida en nuestros días?
Hoy está casi perdida. Pero mañana puede cambiar todo; pensemos que en 1938 el ministro Sainz Rodríguez introdujo un bachillerato de siete años con siete cursos de Latín y cuatro de Griego. Hoy hay muchos profesores, como Fernando Lillo Redonet, que ponen a sus alumnos delante de copias de papiros escolares de hace veinte siglos; sus ejercicios consisten en leer directamente esos textos antiguos, traducirlos y copiarlos.
Otro tema que aborda La edad de las nueces son los cambios que introduce en el Imperio romano la llegada del cristianismo. Usted cuenta que en un principio la tradición judía afecta más a la esfera personal que pública, sin embargo, acaba cambiando la perspectiva de aspectos como el aborto o la consideración de la mujer.
El judaísmo era, en tiempos de Jesús de Nazareth, un mundo muy variado, como se puede observar leyendo el Nuevo Testamento. Había judíos de Judea y del Templo; otros de Galilea; otros diseminados por el Imperio, Mesopotamia y otras tierras, que no hablaban ni arameo ni hebreo. Dentro de los primeros, estaban los fariseos o los saduceos. En Qumrán, los esenios. En medio de aquel ambiente, el mensaje de Jesús es de un notable indiferentismo político: ni una sola palabra contra el emperador, que era un idólatra. Sin embargo, el cristianismo, que se expande, primero, entre las comunidades judías de lengua griega en la mitad oriental del Imperio, acaba suponiendo una oposición de facto al modo como funciona el Imperio. Las comunidades cristianas, lo mismo que las judías, cumplen con las leyes y pagan sus impuestos, pero tienen un estilo de vida opuesto al de las clases que gobiernan y las elites culturales. Y, sobre todo, se oponen a los dioses oficiales del Estado.
El judaísmo tenía un interés proselitista muy reducido, al contrario que el cristianismo. Y eso es lo que generará conflicto social y, además, político. Los cristianos no quieren derrocar al gobierno, ni cambiar el sistema de elección de cargos públicos, pero sí van alterando, con sus propias vidas, muchas costumbres: rechazan de plano el aborto y el divorcio, y creen que el hombre y la mujer son iguales ante Dios. Es más: piensan que la mujer cristiana se santifica logrando que su marido gentil abrace la fe de Cristo. Las mujeres cristianas son la gran tropa de la Iglesia, componen su infantería de batalla social. Un marido cristiano no podía repudiar a su esposa cristiana, ni ordenar que abortara, ni tratarla de una manera contraria a la dignidad del matrimonio. «Amad a vuestras esposas, como si fueran vuestro propio cuerpo», ordena el Apóstol. Además, la Iglesia dispensaba especial atención a los huérfanos y las viudas.
Si leemos con detalle el Evangelio o las cartas de Pablo, veremos que las mujeres están alrededor de los apóstoles, forman parte de sus grupos, y parece que se encuentran muy cómodas. Al pie de la Cruz de Cristo, sólo hay un apóstol, Juan; lo demás son mujeres. No creo que ningún apóstol, tras el Gólgota, tuviera el coraje de reprochar nada a aquellas mujeres. La primera persona que, según el Evangelio, ve a Cristo resucitado es una mujer, y ella es quien lo anuncia a los apóstoles.
Por otra parte, la literatura popular cristiana, desde los comienzos de la Iglesia, pondera de una manera muy notable a María, la madre de Jesús, mientras que deja a José en un plano secundario.
Las clases superiores romanas escribían, hablaban o leían indistintamente en latín o griego. Asimilaron la cultura y la religión griega ¿Qué ocurría cuando conquistaban un país, por ejemplo, Hispania? ¿transmitían solo la cultura romana?
Los romanos, por término general, no sentían mucho interés por la cultura de los pueblos que conquistaban, con la excepción de Grecia y, en cierto modo, Egipto, un país gobernado por griegos. Tácito, cuando redacta Germania, parece que está escribiendo un libro en que pretende ensalzar las viejas costumbres de Roma; cuando habla sobre los judíos (en Historias), la mitad de lo que cuenta no tiene pies ni cabeza, y, en general, está todo trufado de desprecio contra los hebreos. Recordemos aquella admonición del Censor: «Cartago debe ser destruida». En algún que otro caso aplicaron, nunca mejor dicho, tabula rasa.
Sin embargo, no sometían a la población conquistada a un proceso de «inmersión lingüística» latina, ni de aculturación forzosa. El caso de España es muy significativo; se adueñaron del país, pero a cambio tuvieron que conceder ciudadanía romana de pleno derecho a muchas ciudades, sobre todo en el sur, lo que se llamaba la Bética. Se iba creando así una elite medio local (íbera, sobre todo), medio italiana, en lugares como Córdoba o Híspalis (Sevilla); y de aquella elite mixta acabó saliendo lo mejor de Roma: Séneca, Lucano, Trajano, Adriano, o Marco Aurelio, cuyo abuelo era cordobés. Por imitación y por necesidad, las clases populares se iban romanizando del mismo modo. Si querías formar parte del mundo, tenías que hacerte romano.
Desde el primer momento que se toparon con los griegos, los romanos se dieron cuenta de que Grecia era una nación con una cultura muy superior. Como decía Horacio, la Hélade, tras ser sometida por las armas de Roma, conquistó a su vez a los latinos, mediante sus artes y sus letras. Lo cual se complementa con aquello que cantaba Virgilio: romano, otros pueblos destacan por sus ciencias y su sabiduría, pero tú por gobernar con justicia y derecho.
No obstante, los romanos sí absorbieron parte de las culturales locales; por ejemplo, el jabón de los germanos y los celtas; o palabras como cerveza y camisa, que son españolas. Aún más: la espada de las legiones romanas—el famoso «gladius»—la copiaron de los pueblos celtíberos. Los latinos eran un pueblo muy práctico y tomaban de las naciones vecinas o conquistadas lo que les parecía más conveniente.
Luis Alberto de Cuenca elogia su capacidad para, al tiempo, analizar la literatura de autores grecorromanos sobre la infancia y encontrar su correlato en la actualidad.
En eso consiste el humanismo: en advertir que lo que escribió un inca del siglo XIII o un japonés del siglo X me afecta. Aún con más motivo, si hablamos de literatura griega o latina, que son las que han engendrado nuestra civilización. Para mí Odiseo no es una reliquia de un museo, no es una pieza exótica de anticuario, sino que es mi coetáneo. Leo a Homero o a Calímaco, y es como si escuchara a mi abuelo. El poema que Marcial dedica a Cánace—y que traduzco en “La edad de las nueces”—me emociona tanto como aquella escena de La gran familia en que el gamberrete Críspulo le dice al rey mago de Galerías Preciados: «Tú ves a Dios, ¿no, Majestad?». El candor y la inocencia de un niño, su mirada asombrada ante cada pequeña cosa, su ternura… es algo que me conmueve igual leyendo los pasajes de Astianacte, en la Iliada, que leyendo en Locos egregios, de Juan Antonio Vallejo-Nágera, cómo castraron de pequeño a Farinelli.
Por último, además de felicitarle por su magnífico libro, muy asequible e instructivo, díganos tres cosas que recuperaría de esa infancia en el tiempo de los césares de Roma.
Primero habría que aclarar si nos referimos a los césares gentiles o a los cristianos. De los últimos, habría que recuperar, sin duda, los coros de niños que cantaban salmos en la iglesia, o cuyos padres los llevaban a caballito en la misa del Domingo de Ramos. Comparo esos coros infantiles que hay en algunas iglesias anglicanas y nuestras astrosas melodías de guitarra, y dan ganas de gritar: «God save the Queen!». Si de verdad nos creemos eso de «sed como niños, dejad que los niños se acerquen a mí», más niños pequeños jugando entre los bancos de la iglesia, o cantando, por favor. De los césares gentiles y cristianos, y de la infancia de Gregorio Luri o de mi padre, recuperaría el poder jugar en mitad de la calle y con cualquier cosa: cartones, chapas… o nueces. Una infancia con papá y mamá más despreocupados, no tan hiperprotectores, ni tan consentidores como hoy. Una infancia sin Internet ni teléfonos móviles. En tercer lugar, los pastelitos de miel —los romanos no usaban azúcar—, la repostería artesanal: menos bollycao y más bizcocho en horno de leña y a base de miel de brezo.
Quiz show
Libro que más veces ha leído.
Probablemente, el Nuevo Testamento.
Primera lectura que recuerda en la infancia.
Quizá una versión de Aladino, o un Super Humor.
Autor del que haya leído toda su obra.
Catulo, Marcial, Bécquer… Supongo que muchos «hombres blancos antiguos» de obra no muy extensa.
Recomendación que nunca falle.
Si alguien dice que no le gusta ni Josep Pla, ni Stefan Zweig, lo mejor es regalarle bombones, flores o whisky.
Libro/s que tiene ahora entre manos.
La vida en España en tiempo de los godos, de José Orlandis (Rialp), y La España musulmana, de Sánchez–Albornoz.
Libro que le hubiera gustado protagonizar.
Cualquier álbum de Tintín.
Película que haga justicia al libro en el que se basa.
Ben–Hur. La versión de Willer y Heston, claro. O incluso la de Fred Niblo de 1925. La última es un delito de lesa humanidad.
Libro que supuso un antes y un después.
El Quijote.
Libro que haya regalado para ligar.
Me temo que sea una técnica que jamás haya empleado. Lo de contar cuentos sí funciona.
Necesita papel para hacer una barbacoa. Elija un libro de su biblioteca.
Los que me sobran los cambio en una librería de segunda mano.
Adenda
¿Qué libro le gustaría encontrar en la mesilla de noche de la persona amada?
Mientras no sea algo de Harari, casi me da igual.
Si se cumpliera la pesadilla de Gógol de ser enterrado vivo, ¿qué tres libros desearía que le introdujesen en el ataúd?
Cualquiera que llevara dentro las herramientas para salir del ataúd.
Primer libro que compró con su propio dinero.
Puede que algún Super Humor, varias revistas Mortadelo y quizá La familia Mumin en invierno.