Llevo toda la vida diciendo, al corregirle poemas a jóvenes promesas de la lírica patria: “al lector no le importa un pimiento tu vida; sólo le importa la suya, y conectará con tu poema si toca alguna fibra de la suya”. Bueno, no quiero atribuirme esta genialidad: la idea es de José Julio Cabanillas. Y, aun así, algún tozudo versificador (o tozuda, en el caso que tengo en mente ahora), me insistía: “¡No, no me puedes borrar del poema el naranjo y la bici! ¡Es que es algo muy importante para mí, que viví esa tarde, y significa algo muy especial…!” Y nada, ahí se quedan con su verso, emocionante para ellos, no hay duda, pero irrelevante para los demás. O peor: mal escrito. En fin, que he tenido que dar por perdidos a muchos que se creen que sus preocupaciones son muy importantes, más que las del prójimo, y no ven más allá de sus narices. No ven la obra de arte como algo objetivo, nutrido de su intimidad, de acuerdo, pero destinado a ir más allá. A esto se le conoce (quiero decir: le digo): “Perspectiva de cansautor”. Los cansautores son más pesados que la tuna, no porque sólo sepan tres acordes, o por que lloriqueen cuando no les quieren, y pongan cara de estreñidos; lo más irritante es que, en sus canciones, pareciera que eso que les pasa a ellos no le pasa a nadie más; o, si le pasa a alguien más, no tiene tanta importancia. No me cuentes tu vida, cansautor, (o poeta, o novelista). Cuéntame la mía, aunque sea con tus circunstancias. Y resulta que llega Carrère, fenómeno editorial que revoluciona los corrillos culturetas, cuya literatura es más jugosa cuanto más biográfica, en los detalles menudos de cómo se siente, qué hizo, qué le obsesiona. Triunfa en España en una colección de Anagrama que se subtitula “Panorama de narrativas”. Desde luego, narrar, narra, pero divaga de lo lindo. Pero si cogemos sus tres libros más destacados, uno por ser un fenómeno editorial premiado, Limónov (2011); otro por ser un testamento espiritual, El Reino (2014); y otro por ser el más reciente, vomitera post-depresión, titulado Yoga (2020)- aquí puedes leer la reseña completa-, con sus lectores peléandose por si es el peor o el mejor de los suyos. Si tomamos estos libros como puntales de la última década de Carrère, vemos que el interés de su estilo radica, no sólo en la revelación de detalles personales, sino en la vibración íntima, la implicación vital propia cuando habla de otra cosa distinta de sí mismo. Entendemos que Anagrama, en las solapas, lo llame autor de “novelas de no-ficción” (sic), porque hay que vender la cuadratura del círculo. Este concepto es muy peliagudo, en realidad. Desde el Ulises de Joyce (que espero, querido lector, que no haya intentado leer), a cualquier texto de cierta extensión que no sea ensayo, investigación, biografía o Historia, que contenga aspectos ficcionales, se le llama novela. En el caso de Yoga, y de El Reino, me parece que no cumplirían ni esta definición de manga ancha.

 

 

Ensaladilla rusa

 

Vayamos cronológicamente. Limónov, que recibió el Premio Renaudot y el Prix des Prix, y el Premio de la Lengua Francesa, es un libro de difícil clasificación. Se diría: biografía novelada, pero no. La típica biografía novelada tiene ese narrador omnisciente, que hace que precisamente parezca una novela, que nos lleva por la vida del protagonista, de evento en evento, pero presentando cuadros muy concretos y diálogos, que claramente no puede el autor haber conocido, pero que, en su imaginada puesta en escena, nos los creemos, y vamos pasando páginas con la misma pulsión que con una novela gorda de toda la vida. Un ejemplo formidable: La luz apacible, de Louis de Wohl, que leí movido por la fascinación que me producía Santo Tomás de Aquino, como si fuera una novela de aventuras. Y, precisamente en el caso del Aquinate, la materia biográfica con la que se cuenta es escasa: una vida tranquila, con un par de hitos apenas. Pero de Wohl consigue que las controversias teológicas nos parezcan guerras, porque de hecho lo fueron en muchas ocasiones, y nos mete tan de lleno en el ambiente conventual –musgo, olor a incienso y cera, legajos iluminados– como si estuviéramos en El nombre de la Rosa. Volviendo a Limónov: nada de esto hay en su forma de estructurar un libro; por ejemplo, de repente se pone a hablar de su madre y del Partido Comunista. Esto es típico de Carrère: interrumpir el flujo narrativo para una digresión personal, sin solución de continuidad, y volver sin más cuando le place. Lo asombroso es que no nos pierde en estos saltos, antes al contrario: forma parte de su estilo particularísimo, en que queda claro que no le interesa lo típico ficcional; que él, aunque hable de un ruso extravagante y novelesco, está hablando de su propia vida, de cómo este personaje supuso para él un salto adelante, o un revulsivo, o un enigma atrayente. Siendo Limónov un personaje tan magnético, consigue que nos interesemos por él sin por ello identificarnos: “Soy consciente de que esta mezcla de desprecio y envidia no hace más simpático a mi personaje, y conozco en Moscú a personas que se codearon con él por esa época y le recuerdan como a un impresentable. Esas mismas personas reconocen, sin embargo, que era un sastre hábil, un poeta de gran talento y, a su manera, un tipo honesto”. Este fragmento es un prodigio de equilibrio, dispone los elementos negativos y positivos con tal habilidad, que acaba transmitiendo una anulación por oposición de contrarios, que constituiría como una miniatura de todo el libro. En el curso de la narración, se enumeran las diversas generaciones de políticos y convulsiones de la vida pública que llevó al fin de la Unión Soviética, y ese aspecto es entretenido y formativo. Pero la mayor virtud del libro se expresaría por el hecho de que sentí la necesidad de buscar datos biográficos de Limónov, porque por un instante mínimo me hizo dudar: llegué a sospechar que la Wikipedia era falsa, y todo esto un montaje editorial, tan novelesco es el personaje, tan inverosímil. Y, de nuevo, el giro hacia sí mismo: “Me aburre hablar con tan poca indulgencia del adolescente y el jovencito que fui. Quisiera quererle, reconciliarme con él y no lo consigo. Creo que estaba aterrorizado: por la vida, por los demás, por mí mismo, y que el único modo de impedir que el terror me paralizase por completo era adoptar aquella posición de repliegue irónico y hastiado, abordar cualquier especie de entusiasmo o compromiso con el sarcasmo de alguien al que no le engañan, que está de vuelta de todo sin haber ido nunca a ninguna parte”. Este párrafo a modo de confesión personal, que es otro ejercicio de retrato psicológico, sería impensable en una biografía novelada al uso.

 

Conversión reversible

Carrère, en su búsqueda de paz y de sentido vital, sufrió (¿o disfrutó?) una conversión a la Fe cristiana, al parecer reversible. Actualmente se declara agnóstico y, sin embargo, ha escrito uno de los libros más hermosos que yo haya leído sobre los primeros años de la Cristiandad. El Reino contiene transcripciones de las notas personales que tomó durante aquel período de fervor de converso, mientras leía el Evangelio de San Juan. Me parece que aquí es donde se demuestra de un modo más extremado el compromiso de Carrère con este género particular del strip-tease literario: son apuntes que entiendo que le den vergüenza ahora mismo, y así lo reconoce, como a todos nos ha ocurrido al releer antiguos diarios o anotaciones. Nos reconocemos en ese que ahí escribe, pero nos da como repelús. Siempre nos parece redicho, petulante, o ingenuo. Carrère no tiene inconveniente en publicarlo, como un modo de afrontar unas creencias que ahora no entiende haber adoptado, y para darnos a nosotros un contexto antes de ponerse a hablar de los viajes de Lucas o Pablo por el Mediterráneo, que es el grueso del libro. He de confesar que me resulta sobrecogedor este momento:

“Pascua de 1993, última página de mi último cuaderno:

“¿Es esto, perder la fe? ¿No tener ya siquiera ganas de rezar para conservarla? (…) Escribo esto el Viernes Santo, el momento de la duda más grande.

“Mañana por la mañana iré a la misa de Pascua ortodoxa, con Anne y mis padres. Les besaré diciendo Kristos voskres, “Cristo ha resucitado”, pero ya no lo creeré.

“Te abandono, Señor. Tú no me abandones”.

 

Abraza-árboles, perroflautas y comeflores

 

En Yoga, encontramos un puñado de explicaciones muy conocidas sobre la meditación (“dejar pasar los pensamientos, como los troncos en un río”), sobre las posturas y la autoconciencia corporal, sobre el Nirvana y las diversas ramas y maestros orientales. Es reconfortante ver que se pueden respetar y acoger las enseñanzas de Buda Gautama y acudir a retiros ayurvédicos, sin por ello ser un comeflores fanático, una perroflauta sin duchar o un abraza-árboles con sandalias. Él mismo se ríe de muchos de estas figuras y tópicos, con refrescante distancia. La primera mitad del libro es, por tanto, un acercamiento light al fenómeno del yoga en nuestro mundo occidental, que consiste en predicar ayuno a un comensal ahíto. No en vano, salvando las distancias, ha pegado tan fuerte la práctica del ayuno intermitente; estamos hastiados de consumo y sordos por el ruido. Empezamos a apagar el móvil durante algunas horas. Dentro de nada, descubriremos el cilicio y la disciplina. Aunque teníamos gimnasios y preparadores personales, que son peores, necesitamos otro tempo.

La segunda mitad es donde el libro levanta el vuelo. Se escancia, por así decir, el licor más fuerte y, como siempre en Càrrere, sucede a partir de algo biográfico: los asesinatos de Charlie Hebdo o nada menos que un tsunami. En cierto momento, piensas que este escritor es como Homer Simpson, al que le pasa de todo. Sin embargo, nada mejor que llevar un diario para darse cuenta de que a la vida más tranquila le ocurren cientos de cosas relevantes. Càrrere sabe sacar jugo de ellas, de un modo ameno, interesante, que se lee con gusto y mueve a la reflexión. Esta es la clave del éxito de la buena literatura, sea biográfica, ficcional o mediopensionista, porque en el fondo nos da igual. No queremos que nos cuente su vida, aunque nos encante que lo haga. Y nos encanta porque toca en alguna fibra de la nuestra.