Ahora que podemos volver a practicar un poco el turismo y que, con las vacaciones, estamos en plena temporada alta de este pasatiempo, hacemos un amable recordatorio: su ejercicio puede llegar a ser tan placentero como peligroso, por las formas y los modos adoptados últimamente por los viajeros y extendidos a cada vez más destinos, incluso a los más recónditos. Ya nos gustaría que el estilo general fuera el de “El Gato” y Francesc Stevens en la Costa Azul, el del agente Bond y Melania Havelock en Corfú o el de los huéspedes de un españolísimo Parador hace unos veinte o treinta años. Sin embargo, un rápido vistazo a cualquier aeropuerto u hotel nos confirmará lo contrario: estamos sometidos al yugo de la distensión espiritual y eso se nota, sobre todo cuando los termómetros se acaloran. Qué le vamos a hacer, vivimos tiempos difíciles para la belleza y la elegancia, pero no por ello hemos de claudicar en su búsqueda. Siempre nos quedarán oasis donde calmar nuestra sed de buen gusto. Es más: en la literatura, sin ir más lejos, tenemos muchos ejemplos donde saciarnos. Por eso, este julio, mes del turismo, homenajeamos a nuestros distinguidos visitantes ingleses (mención especial a los magaluferos) y hablamos de todo un refinado universo, el que creó P. G. Wodehouse

Prolífico y polifacético

“El idílico mundo de Wodehouse nunca puede volverse obsoleto. Continuará liberando a las generaciones futuras del cautiverio, que puede ser más molesto que el nuestro. Él ha creado un mundo para que vivamos y nos deleitemos”. Quien así habla es nada menos que Evelyn Waugh (pincha aquí para leer el artículo completo sobre Evelyn Waugh), uno de tantos escritores contemporáneos de Wodehouse que le rindió respeto y admiración. Para Hilaire Belloc, era “el jefe”. Y parecida opinión tenían Orwell y Huxley. Plum, como le llamaban sus más allegados, creó escuela en las letras inglesas, y no sólo en cuanto a narrativa se refiere: nuestro autor, prolífico como pocos, firmó 70 novelas, más de cien relatos en revistas, 400 artículos, 19 obras de teatro y 250 letras para 33 musicales de Broadway.

 

 

Semejante capacidad de trabajo no bastaría, sin embargo, a tantos grandes autores británicos si todas esas obras no fueran buenas. “Non multa, sed multum”, nos susurra Plinio. Pero Wodehouse no era ningún farsante. Su ingente producción también le valió para hacerse un hueco entre los maestros del idioma (inglés, claro) y para volver a recordar que el humor es un componente esencial del aire que respiramos. No hay crítico que no alabe el dominio de la lengua de nuestro Plum ni lector indiferente a su extraordinario ingenio, comparable sólo al de los afortunados que conservan, aun con venerables canas en la testa, la inocencia de los niños.

En este sentido, y volviendo a las palabras de ese otro genio que fue Waugh, el encantador mundo de Wodehouse está construido con varios elementos, ninguno de los cuales puede darse, pensamos, sin los otros: por un lado, esa cierta ingenuidad, que nos presume una pluma espontánea y suelta, sin auto censuras; por otro, una ironía desbordante, que aparece incluso en el rincón más insignificante e inesperado; y por último, una disciplina espartana, con la que Wodehouse se obligaba a trabajar, cada día, en su más querido placer, la escritura. Todo ello, bañado por el ambiente aristocrático en que se crio, en las dos últimas décadas del siglo XIX, y en el que se movió hasta su muerte, en 1975.

¡Oh, Jeeves!

De esta feliz combinación, surgió, como decimos, todo un universo, con su geografía, historia e idiosincrasia particular. Para comprenderlo debidamente, los profanos deben conocer cuanto antes una figura capital, la del mayordomo, y en especial, a uno de sus personajes más queridos: el simpar Jeeves. Así nos lo presentó Plum en la primera obra en la que apareció, El inigualable Jeeves:

“Muchas personas, sin duda, opinan que sus criados deben limitar sus actividades a planchar la raya de los pantalones y otras cosas semejantes sin tratar de gobernar la casa; pero con Jeeves es distinto. Desde el día que entró a mi servicio, le he considerado una especie de guía, filósofo y amigo”.

 

 

Y no se equivocaba el narrador, Bertie Wooster, otro de los entrañables personajes ideados por Wodehouse. Sin su mayordomo, él, miembro de una de las más antiguas y acaudaladas familias de Inglaterra, no es nadie. Aunque cada cierto tiempo suele intentar deshacerse de Jeeves, no el sentido literal, sino que trata de resolver él solito algún enredo en el que se ha visto atrapado (un compromiso matrimonial errado, su amigo Bingo pidiéndole dinero, su tía Agatha presa de la cólera y deseando retorcerle el pescuezo…), nunca es capaz de lograrlo sin la aparición del criado precedida de su habitual “¿señor?”.

La relación entre ambos personajes es tan entrañable que en ocasiones roza el patetismo, como cuando se pelean a cuenta de los estrafalarios calcetines que Bertie se ha empeñado en gastar, dándole una facha insoportable para la mirada de su fiel siervo. Jeeves no sólo posee un exquisito paladar, sino también una acertada intuición que le dirige, como un imán, hacia lo bello, lo bueno, lo verdadero. Además, hace gala de un gran corazón, aunque a Wodehouse a veces parezca que le da como pudor reconocerlo. Por eso, sufre, y mucho, cuando su señor se deja llevar por el atolondramiento tan propio de los jóvenes de buen apellido que van como enanos a hombros de gigantes, sin decidirse a crecer y dar la talla como hicieron sus mayores.

Todo esto, no se engañen, no nos lo transmite un Wodehouse refunfuñón y aguafiestas. “Keep a stiff upper lip” pudo haber sido su lema de vida, y se mostró siempre decidido a acometer las adversidades con una pícara sonrisilla y guiñándoles el ojo. Si hubiera sido español, nos habría salido torero. Esta actitud, hay que decirlo, es meritoria en alguien que fue encarcelado durante la Segunda Guerra Mundial. Bajo el anatema de “extranjero enemigo”, nuestro autor fue castigado durante un año por los nazis cuando regresaba a su casa de Le Touquet tras recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Oxford, en 1939. Pese a los sinsabores de la celda, tomó la expresa resolución de no bajar nunca la moral y dispensar risas con sus letras.

Por eso, sus novelas y relatos no tienen otro propósito que entretener y hacer pasar un buen rato. Sólo una segunda lectura nos llevará, pensamos, a la crítica, pero a una indulgente y simpatiquísima.

Viejos conocidos

A lo largo de su extensísima obra, Wodehouse fue dando continuidad a los personajes que iban naciendo de su imaginación. Con envidiable desenvoltura, no los ciñó a una sola historia, sino que supo, año tras año, incluirlos en las siguientes obras que escribía. A veces, aparecían sólo unas pocas páginas, como secundarios; otras, como principales de nuevo. Pero nunca se olvidó de ellos. De esta manera, Plum fue refrescando cada poco la memoria de sus lectores. Además, consiguió hacerles partícipes de ese nuevo mundo literario que estaba creando. Cuando el conde de Emsworth y su mascota, la impresionante cerda llamada “Emperatriz de Blandings”, salen a escena en “Tío Fred en primavera”, uno se alegra mucho de verles de nuevo, como si fueran viejos conocidos. Así, se siente cómplice del autor, que le ha tratado como a un compañero de correrías de la campiña inglesa.

En todas las historias de Wodehouse hallamos al personaje bromista: lord Emsworth, lord Ickenham, Bertie Wooster, Stanley Featherstonehaugh Ukridge, Psmith… Son siempre varones, de buen linaje, si no con título nobiliario; notablemente ricos, muy peculiares y con su genio encorsetado por alguna circunstancia (casi siempre, femenina). No dudan en armar un buen revuelo a cuenta de quién tiene el bigote más poblado de Gran Bretaña. O se hacen pasar por otras personas, sólo por el gusto de ver a su interlocutor estupefacto, dudando de su cordura. En algún momento, estos juerguistas se sienten liberados o convocados por las musas a la realización de alguna excentricidad y entonces, comienza el embrollo, al que se unen cada vez más personajes y va complicándose hasta el punto de que compadecemos a Wodehouse, porque no sabemos cómo va a salir de esta.

Los tintes que se van añadiendo son variados: el amor suele estar siempre presente, amén de apaños matrimoniales que traen de cabeza al novio; también son constantes las apuestas y las pérdidas catastróficas de dinero; no faltan tampoco las fiestas y bailes de la alta sociedad, ni las tabernas o los clubes (cuántas glorias ha dado el de los Zánganos). Pero hay un elemento que merece especial atención, el deporte: si los orígenes nobiliarios de Wodehouse influyen inevitablemente en toda su obra, así como su refinamiento y buen gusto, entendemos muchas cosas cuando conocemos que fue aficionado al críquet, al golf, al rugby, al béisbol (durante sus años en Nueva York) y que fue nada menos que campeón de boxeo de Dulwich College, donde estudió. Además, Wodehouse se estrenó en el mundo de las letras escribiendo columnas deportivas en periódicos y revistas, con lo que no es de extrañar que buena parte de sus relatos tengan lugar en campos de golf y nos cuente con precisión el drive, el aproach y el putt del héroe de la historia.

Pero, si por algo nos gusta el bueno de Plum Wodehouse, no les vamos a engañar, es por las formalidades de ese mundo que creó y que, como dijo Waugh, siempre será perenne. Los formidables insultos y las terribles acusaciones que se dirigen los personajes jamás serán bastos ni chabacanos. Para ser hiriente, no es necesaria la grosería, nos enseña el inglés. Principio que tiene aplicación también para la diversión o la ira. Qué necesidad hay de crear fealdades. Si hemos de ofender, reírnos o enfadarnos, que sea con elegancia y buena educación. A las reuniones de la P. G. Wodehouse Society, sita en Londres, no es posible asistir si uno es caballero y no viste chaqueta y corbata. Sus miembros continúan ese universo que creó Wodehouse, hasta que un infarto de miocardio se lo llevó al otro mundo, con 93 años. Un universo inocente, rayano en lo frívolo, distendido, amable. Donde la trama es lo de menos. Donde lo importante es el buen humor con que se toman todas y cada una de las situaciones que acontecen. Donde brillan los grandes por su ingenio y se sienten incómodos los mediocres. En ese mundo, abierto a todos, acogedor y refinado, y ante todo, optimista y risueño, encontrarán al grande de las letras inglesas sir Pelham Grenville Wodehouse. Y a nosotros, con él.

 

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