Mañana me voy (Abada Editores) es el último libro de Víctor Colden (Madrid, 1967). No había publicado nada hasta hace cinco años y ahora, a razón de libro por año, acaba de sacar este quinto título. Que siga: no nos cansamos. Es un feliz descubrimiento. Este volumen es el breve diario de una marcha a pie, a solas, con un frío que pela, durante seis días por el norte de la provincia de Soria.
Contra todo pronóstico, el libro despliega unas tensiones narrativas que cogen al lector desprevenido. El caminante arrastra una infancia solitaria (y feliz), a la que la reencontrada soledad del camino y del paisaje le devuelven, una (¿o dos?) historias de amor perdido, cierta dificultad para tratarse a sí mismo («Soy mi propia cruz: toda la vida aprendiendo a llevarla»), dudas existenciales y literarias… Todo eso lo mira al sesgo y de frente y le da la espalda y luego vuelve a arrostrarlo.
El carácter dialógico y dialéctico del texto está trabajadísimo: «La ilusión de irse suele estar ensombrecida por la pena de no quedarse». Abundan las contradicciones y las hesitaciones y eso recoge el ritmo binario del caminante (un pie tras otro) y transmite una vívida sensación de verdad. «Habría preferido querer quedarme», se dice antes de emprender el viaje, marcándose una pauta rítmica: sí, no, sí, no, sí… Yo estaba muy contento de este descubrimiento de análisis crítico, pero llegando al final Víctor Colden descubre sus cartas: «Soy Sancho y Quijote a un tiempo. Yo digo los refranes y yo me los repruebo. Yo desvarío y yo me intento convencer de que no son gigantes. Yo me prometo las ínsulas y después fantaseo con ellas. Yo converso, en fin, con el otro que va conmigo, como si lo hiciera con alguien que se me hubiera juntado para un tramo de la ruta, quizá primero por interés y luego, a medida que fueran transcurriendo las jornadas, también por un vago afecto y algo semejante a la lealtad. No voy tan solo como podría parecer». Es así.
Este ir quitándose la razón y profundizando al paso de las paradojas se ve en este párrafo, que tiene tres encadenadas, si no cuatro: «Gracias a Dios no soy una persona religiosa –estudiar en un colegio de curas me vacunó de eso para siempre–, pero del saludo que se intercambian dos caminantes sólo se me ocurre decir que es sagrado». Véase la secuencia: Oh, Dios, no soy religioso, los curas contraproducentes, aun así lo sagrado… Claramente Víctor Colden no va tan solo.
La caminata también tiene banda sonora. Le gusta mucho silbar y nos lo cuenta en unos apuntes o notas muy precisas. Terminamos oyéndolo. Silbar se contrapone al dolor. Por eso tiene tanto protagonismo. Otra cosa que le gusta es comer, frugal, pero agradecidamente, como un epicúreo de buena ley. Por afinidad contradictoria, me ha divertido una obsesión del autor: tenérselas tiesas con el vaso que ojalá medio lleno y que ojalá también –piensa él– estuviese, al menos, medio vacío, y que él va llenando para que no se vacíe del todo. Se puede seguir así el espíritu de Colden: un pesimismo que – sí, no, sí, no, sí…– no se rinde nunca.
Literariamente, el librito (109 págs.) tiene mucha altura. Generacionalmente recuerda a los libros de prosa del poeta Antonio Moreno, también paseante solitario. Y ambos descienden de Azorín, como demuestra –un botón– este fragmento de Mañana me voy: «Yo no elegí la melancolía: la melancolía me constituye irremediablemente. Soy un hombre de atardeceres, pero si me obligaran a elegir, no tendría duda alguna: me quedaría con el alba. ¿Será que en el fondo yo…?»
El camino se hace paso a paso y su prosa a hallazgos aforísticos y con digresiones atinadas: «La soledad ya no es lo que era. El teléfono móvil la ha cambiado para siempre». Eso no obsta para su unidad narrativa, pero al barbero se lo pone facilísimo:
Es lo bueno de la tiniebla: que puede iluminarse.
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El alba es imbatible.
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… ultrajada por los aerogeneradores que rematan las cimas. El destrozo paisajístico es de una brutalidad incomprensible. Y dolorosa. Intento avanzar mirando al frente para no alimentar la misantropía.
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Una encima […] Su tronco culmina en cuatro gruesas ramas que se abren formando la copa. Dan ganas de subirse. […] Este árbol lo es ahora todo para mí.
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Qué placer, no pisar la nieve que aún no ha pisado nadie.
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Voy partido por la mitad. El dolor está en el centro.
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¡Cuántas voces hay en mí! Incluida la de mi padre, con el que nunca hablé. O casi nunca. Él viene siempre conmigo. Esta mañana, al salir de San Pedro, creí percibir su olor. Fue una sensación fugaz –¿dos segundos?–, pero tan intensa que se me saltaron las lágrimas. Sigo de duelo treinta y cinco años después. También eso acompaña, a su manera.
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Vaya día de silbar que he tenido hoy. ¡He silbado muchísimo!
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¿Cómo no habría de entender a los otros cuando se decepcionan conmigo? Yo ya he pasado por ahí.
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Lo único bueno de un dolor es que acalla otro.
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Caminamos todo el rato en dirección a casa.
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He logrado pelarla de una tirada. La monda en espiral desprendía un perfume chispeante. Una naranja es una fiesta.
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Este gusto por lo anacrónico, ¿qué significa y a qué se debe? Las cartas, los senderos, los libros, los bosques. La delicadeza, la cortesía, el pudor. El silencio y la belleza; la libertad y la soledad; la escritura.
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¿Qué pesa más, lo que le di a esa chica o la suma de todo lo que no pude, no supe o no quise darle? (Sí, hombre, para preguntas retóricas estoy yo ahora).
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Digo amarla, pero la soledad me aterra.
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No quiero buscarme. Si acaso, querría que me encontraran.
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Su sonrisa me calentaba el corazón. No sé si el sol de la primavera me lo calentará del mismo modo.