“Creo que cuando miró a su hermano los ojos eran verdosos, y azulados cuando me miró a mi”.

El color de los ojos de Elena ocupa algunas líneas en la primera y única, hasta la fecha, novela del Marqués de Tamarón (Jerez de la Frontera, 1941). Satur, el protagonista, no sabe si son zarcos o garzos pero a Santiago de Mora-Figueroa esta indefinición le sirve para explicarnos cómo se debería traducir a Homero (cuando habla de glaukopis Athene). 

“Las lechuzas y los búhos y los mochuelos suelen tener ojos amarillos y las mujeres y las diosas, no”. Tampoco son glaucos los ojos de Elena.

Por eso es un error clasificar El rompimiento de gloria entre las novelas de “género rosa” como he visto en alguna publicación; en realidad se trata de una clase magistral de esas a las que uno asiste sin saber que lo está haciendo.

La novela surge en la mente de Tamarón durante un paseo por la sierra acompañado por Siete, su Fox Terrier, al que por cierto, dedica –en latín– el libro. Era un día de los de principio de otoño, al lado de un arroyo y con la hierba corta. Siete acababa de recibir su comida y comenzó a explorar los alrededores. Tamarón, apoyado en un tronco, localizó con la vista un camino que se adentraba en el bosque y por tanto en el misterio según la idea heideggeriana. “¿Qué podría mejorar este momento? Nada, excepto que una mujer descendiera por ese camino. Pero esa mujer no estaría sola, así no funciona la vida. Iría acompañada de un hombre…”.

En El rompimiento de gloria son los hermanos Elena y Miguel –criaturas casi celestiales– los que el narrador, Saturnino Prieto, encuentra en una de sus excursiones por la sierra. Se establece una relación entre los tres que no se desentraña hasta casi el final de la novela, y cuyas conversaciones se convierten en placenteras disertaciones que estimulan la inteligencia y cultura del lector. Así pues, no. Definitivamente no se trata de una novela romántica. Tampoco histórica, filosófica o filológica aunque tenga mucho de las tres cosas. Ni siquiera es un tratado sobre la naturaleza. Los protagonistas realizan numerosas visitas a la sierras de Guadarrama, Gredos o Ayllón, que no siempre quedan identificadas en el texto. Tamarón conoce mejor el léxico del campo andaluz, pero eso no es óbice para que deslumbre con su dominio de la naturaleza castellana. Las incursiones serranas no se hacen tediosas siquiera para el lector profano en esto de los piornos, el sonido de un búho real o el desacompasado murmullo de un arroyo. 

En El rompimiento de gloria, Tamarón merodea el paganismo: el protagonista comprende la divinidad de la naturaleza. Pero lo pagano no es anticristiano, sino precristiano. Hay destellos de la divinidad antes de él. Y, en cualquier caso, todo es redimido por Génesis 1:31. Aunque le tienta, no cae en el especismo; en detrimento del ser humano, claro. 

La novela comienza con Satur recordando el verano de 1935, en el que él era un joven estudiante de izquierdas, convencido de que el progreso llegaría tras la revolución, y sufriendo su propio rompimiento de gloria al encontrar a dos hermanos aristócratas reaccionarios y quedar fascinado por ellos. Miguel es capitán de caballería y conde de Fonseca. Elena es una diosa. No son ricos, ya no. Sólo lo son en belleza, que es una forma de generosidad. La generosidad que Satur no comprende hasta mucho tiempo después. Concretamente después de dos guerras y un exilio.

La trama sirve de soporte para que Tamarón nos haga reflexionar a partir de sus propias cavilaciones y para engañar al esfuerzo que eso supone con su bella prosa. Muestra el mismo celo por la traducción exacta del latín y del griego que por la de las estrofas de canciones de Cole Porter. A Santiago de Mora-Figueroa sólo le interesa la música popular americana entre los años 1928 y 1940.

Lejos de abrumar, consigue suscitar el interés con explicaciones, por ejemplo, como la de por qué “yo también estuve en Arcadia” está mal traducido, puesto que la traducción sencilla –“Yo también estoy en Arcadia”– es la correcta, al tratarse de un verbo implícito en una oración elíptica, y que, por tanto, no puede ir en pretérito. En Et in Arcadia ego es la Muerte quien habla convirtiendo la escena en un terrible memento mori. O con el impresionante pasaje en el que los hermanos entonan, y después valoran, el Kyrie gregoriano.

Algunos objetan una cierta inverosimilitud en los personajes. Pues claro, Tamarón no se cansa de hablarnos de que acontecen hierofanías. Y, en todo caso, ¿no merece la pena un poco de irrealidad si hay diálogos de este tipo?:

– ¿No criticabas tú antes la ética judeo-cristiana, Elena?

– La ética sí, pero el resto no. Además todo esto tiene que ser verdad. Un Niño Dios en medio de una turbamulta de Reyes y pastores y animales y estrellas, eso es tan glorioso que nadie puede haberlo inventado. Es el episodio menos terribly middle-class de la Historia.

El ambiente prebélico que Tamarón narra en algunas de las reuniones de anarquistas y republicanos a las que asiste Satur y el estallido de la contienda –el trasfondo político y social, en definitiva– nos recuerdan al mejor Foxá de Madrid, de Corte a checa.

La novela no carece de destellos irónicos pero es en el apéndice, que vale tanto la pena como la obra, donde Santiago de Mora-Figueroa muestra su inteligente sentido del humor y, de nuevo, su luminosa y elegante personalidad.

El concepto de rompimiento de gloria, uno de los más bellos títulos de novela que conozco, remite posiblemente al teatro barroco italiano, además de ser un término pictórico. “Vimos cómo se desgarraban las nubes plomizas sobre el valle y un chorro de luz parecía golpear con violencia un soto verde oscuro […]”. En el libro, además del obvio, del de la luz atravesando las nubes, hay rompimientos de gloria intelectuales, espirituales y psicológicos.

Santiago de Mora-Figueroa y Williams es el IX Marqués de Tamarón, licenciado en Derecho, diplomático, ex director del Instituto Cervantes entre 1996 y 1999 y escritor. Su obra comprende ensayo (El Guirigay Nacional, El siglo XX y otras calamidades, El peso del español en el mundo, El avestruz: tótem utópico, y Entre líneas y a contracorriente), dos libros de relatos (Pólvora con aguardiente y Trampantojos) y su novela El rompimiento de gloria, que bien vale una lectura. O dos.