Loa a la tierra es un libro fascinante que gustará mucho a dos tipos de lectores: los que hayan leído mucho a Byung-Chul Han, por el contraste, y los que hayan leído mucho a Christian Bobin, por las confluencias inesperadas y, además, acendradas. Es libro con mucho amor (declarado sin ambages), con muchísima alegría, rebosante de realidad y de vida. Parece mentira que su autor sea el mismo que nos introdujo al budismo. Con un lírico apólogo contesta al budismo: «Nabi: `¿Por qué hay algo y no más bien nada? El árbol… La mariposa…` `Namu: La mariposa existe para que el árbol no se sienta tan solitario`. Nabi: `¿Y el árbol? Namu: Para que la mariposa pueda descansar de su vuelo`». El cuidado de un jardín le da al normalmente vaporoso filósofo coreano ganas de ponerse a tener hijos, incluso. Al leerlo se entiende mejor su maravilloso (también) libro de los rituales.
Que el autor viene con otro aire se advierte desde el principio por la cita del Libro de Job, nada menos, con la que arranca el libro; y también por su gusto por recordar, más que haikus, a los grandes poetas románticos alemanes. Cita un poema de Georges Moustaki en donde el amor al jardín da paso al de la propiedad que termina en el amor de la genealogía: «Una vez [el jardín] estuvo habitado por nuestros abuelos,/ quienes a su vez lo recibieron de sus abuelos». El filósofo termina recordando, enternecido, sus orígenes cristianos y bebiendo el vino napolitano Lacryma Christi con una honda reverencia.
Aunque es un diario escrito a golpe de entusiasmo, el libro también tiene su hilo narrativo: la evolución propia del protagonista, que pasa de sentir una difusa necesidad de tener un contacto más estrecho con la naturaleza a través del cuidado de un jardín a enamorarse muy explícita y pasionalmente de cada planta y de la realidad. Hay momentos en que la evolución es vertiginosa. No puede soportar las hojas de las hostas, planta que no arranca —confiesa— sólo por las flores. Unos meses más tarde, exclama: «¡Qué hermosas son las diferentes hojas de las hostas! En realidad, son más bellas que sus modestísimas flores». Sospecha el lector que su amor crece en espiral y que más tarde dirá lo contrario, pero cada vez más encendido. Con los pájaros le pasa igual, pero ya no pasa el tiempo. En el mismo párrafo, coloca una malla al ciruelo, para evitar que las aves se coman los frutos y luego exclama: «Venid, pájaros míos, aquí tenéis deliciosas bayas».
No deja de ser un libro filosófico también, como corresponde a su autor, que retoma viejos temas suyos: la defensa de la lentitud, el recelo a la tecnología, el amor al rito; pero todo nimbado por un halo de descubrimiento y reconocimiento. Véase: «Pero el medio digital destruye la tierra, esta maravillosa creación de Dios. Amo el orden terreno. Nunca lo abandonaré. Experimento una sensación e profunda fidelidad, de hondo apego a este preciado regalo de Dios. Pienso que la religión no significa otra cosa que esta profunda compenetración que, sin embargo, me hace libre. Ser libre no significa vagar ni estar libre de compromisos. En estos momentos libertad significa para mí pasar el tiempo en el jardín».
Pasar tiempo en su jardín también nos hace mucho bien a sus lectores:
Respetar exige alabar
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El jardín para el que se trabaja devuelve mucho. Me da ser y tiempo. […] El jardín es, por tanto, un lugar de redención.
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En vista de la digitalización del mundo sería necesario devolver al mundo su romanticismo, redescubrir la tierra y su poética, devolverle la dignidad de lo misterioso, de lo bello, de lo sublime.
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El florecimiento es una embriaguez.
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La primavera ha llegado. Increíble [Qué lástima que no conozca la aleluya de Machado: «La primavera ha venido./ Nadie sabe cómo ha sido!»]
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Jamás fui tan activo corporalmente. Jamás toqué la tierra con tanta intensidad. Me parece que la tierra es una fuente de dicha.
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Los rosales florecen como en éxtasis.
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Las rosas rosean. Su verbo es rosear. [Rocío Arana ya se pasmó ante «el arcear del arce» siendo una jovencísima poeta, esto es, todavía más joven de lo que es ahora y siempre lo será.]
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Mi jardín es para mí la realidad recuperada.
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El tiempo festivo es intemporal. La fiesta brinda intemporalidad. Hoy el tiempo se ha totalizado como tiempo laboral. Ya no hay fiesta. Por eso el tiempo es más fugaz que nunca.
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Resulta interesante que algunas flores, después de haberse marchitado, inicien una segunda floración. Me gustan esas flores rezagadas.
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[Los brezos de invierno] A menudo florecen junto a las tumbas. Prometen una resurrección.
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Del manzano deshojado colgaba aún una manzana arrugada. No la había visto hasta hoy y me quedé asombrado. Brillaba amarilla en la noche. Es un regalo, e incluso una alabanza de la tierra, la solitaria manzana invernal. Resplandecía redimiendo la desangelada noche de invierno como si fuera el reflejo de una luz metafísica, de lo bello, que al mismo tiempo representa lo bueno.
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Después de todo, es un jardín de invierno en sentido literal. […] De algún modo mi jardín me ha dado la fe en Dios. La existencia de Dios ya no es para mí un asunto de fe, sino una certeza, e incluso una evidencia. Dios existe, luego yo existo. Utilicé la esterilla de gomaespuma para las rodillas como mi alfombra de oraciones. Recé a Dios «¡Alabo tu creación y su belleza! ¡Gracias! ¡Grazie!» Pensar es agradecer. La filosofía no es otra cosa que amor a lo bello y bueno. El jardín es el bien más bello, la belleza suprema, to kalon.»
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Bebo casi todo el día el vino tinto de la región de Campania, Lacryma Christi, es decir, las lágrimas de Cristo. Es el vino del Vesubio. Lentamente voy comprendiendo el dolor de Cristo. Pero también me gusta mucho el vino Angelico de Campania. Tiene un sabor realmente angélico. Los viñedos están aquí en las laderas del volcán. Antiguamente el vino era prensado por los monjes de los monasterios que se construyeron ahí. Tiene una profundidad que se podría designar como sagrada.
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Íntimo es el superlativo de interior.
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Espero que florezca el año que viene. Esperar es el modo temporal del jardinero. Por eso mi loa a la tierra va dirigida a la tierra venidera.
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Lo bello nos obliga al respeto y al esmero. Lo he aprendido y experimentado.