Es muy difícil resistirse a la tentación de leer un libro titulado Nuestra cultura, ¿qué ha sido de ella? Los mandarines y las masas (El Cercano, Orense, 2020). Pocas veces he estado más de acuerdo con Oscar Wilde: «La mejor manera de librarse de una tentación es caer en ella»; así que vamos.
Dalrymple no pretende nunca ser más de lo que es: un psiquiatra que ha trabajado en cárceles y hospitales de barrios marginales y que ha viajado mucho y ha leído mucho. Ahora bien, cumple a rajatabla el axioma cervantino: «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». Tiene razón Luis-Daniel González cuando advierte: «Muchas de sus ideas las reconocerán quienes hayan leído a Roger Scruton: entre otras, que `la fragilidad de la civilización es una de las grandes enseñanzas que nos ha dejado el siglo XX´ y su crítica inclemente a los intelectuales deseosos de oponerse a las normas sociales tradicionales». Cierto, pero Dalrymple aporta un sesgo muy personal, valioso y, sobre todo, extraordinariamente convincente. Conoce la realidad de la que habla de primera mano y desde abajo.
Resulta, por tanto, especialmente convincente. Por ejemplo, cuando explica la gran farsa alrededor de muchas (no todas) las depresiones diagnosticadas, donde el paciente, el doctor y el sistema asumen que se pueden curar con una receta, y no con un replanteamiento del sentido de la vida del paciente. Otro ejemplo: muchas vidas familiares desestructuradas no responden ni a la clase social ni a las estructuras políticas, sino a una falta elemental de un mínimo sentido común al empezar las relaciones de pareja, como él le dice a muchas chicas que van a su consulta, y se lo reconocen. Con asepsia de médico experto, echa a un lado el sentimentalismo tóxico que sólo entorpece el diagnóstico y hace temblar el pulso, y levanta acta del suicidio de nuestra cultura, tal y como retrata la impactante cubierta de la edición inglesa de sus últimos relatos. O constata nuestra descomposición cultural como clava la cubierta de la manzana de su ensayo Not With a Bang, But a Whimper (2008), con la que encabezamos esta reseña.
En su diagnóstico no se limita a enumerar síntomas, sino que identifica causas: «La revolución de los modales británicos no llegó mediante una erupción volcánica desde abajo, sino que, al contrario, fue el ala intelectual de la élite la que inicio el proceso». Sin embargo, han sido las clases populares las que están pagando el precio más alto del derrumbe de los asideros culturales. Surca su obra un constante anti-esnobismo. A Virginia Woolf la retrata: «Cómo ser una privilegiada y, aun así, sentirse extremadamente agraviada». En cambio, «Turgenev, como el gran aristócrata que era, no encontraba ridículo tratar con seriedad a los campesinos». Dalrymple tampoco duda en ponerse al lado o, mejor dicho, del lado de las clases más populares.
Emociona y esperanza su defensa de la gran cultura como remedio para los males más corrientes y, sobre todo, molientes. Recoge una significativa anécdota de Lenin. Se negaba a escuchar a Beethoven porque le reconciliaba tanto con el mundo que, después, le apetecía acariciar la cabeza de un niño, lo que suponía una terrible debilidad en un hombre que quería golpear fuerte. La gran cultura adquiere perfiles de última esperanza, de eficaz antídoto.
Como se ve, el Barbero del Rey de Suecia va a tener bastante trabajo:
La naturaleza humana no cambia; si lo hiciese, leer a Shakespeare —o a Cervantes— sólo tendría un interés histórico o para anticuarios, pero no es así. Y sólo por este hecho deberíamos desconfiar de los que difunden ideas utópicas o afirman que son capaces de reformar la humanidad para hacerla mejor.
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Más tarde o más temprano, la suma de pequeños males conduce al triunfo del propio mal con mayúsculas.
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Fue en África en donde descubrí, por primera vez, que las virtudes de la burguesía no es que sean únicamente deseables, sino que, a menudo, son heroicas.
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Me prometí a mí mismo que no me reiría nunca más del gusto de la gente que, con medios limitados, es capaz de crear un hogar.
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Nunca más desde entonces he podido ser testigo de la voluntaria elección de vestir de forma desaliñada, con ropas harapientas, al menos en público, por aquellos cuya posición les hace posible vestir de otra forma, sin un sentimiento de profundo disgusto. Lejos de ser un signo de solidaridad con los pobres, es una perversa burla de ellos; es escupir a las tumbas de nuestros ancestros […]
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La mayoría de los hombres y mujeres deben eliminar el bien interior para ser malos y, cuando quieren ser buenos, deben eliminar el mal. No hay una victoria final de uno sobre el otro.
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Existe la ley de Gresham para la cultura lo mismo que para el dinero: lo malo expulsa a lo bueno a no ser que lo bueno se defienda.
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¡Cómo coquetean nuestros escritores con los tabúes como las moscas con el estiércol!
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Los sentimientos que se expresan siempre con exceso de vehemencia pronto se convierten en falsos de forma permanente.
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[Orwell y Huxley] Se dieron cuenta, cuando contemplaron el futuro, que la preservación era tan importante como el cambio en la vida del hombre porque el pasado era tan importante como el presente y el futuro.
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Uno podría extender la famosa máxima de La Rochefoucauld de que ni el sol ni la muerte pueden ser mirados fijamente durante mucho tiempo, diciendo que ningún miembro de la moderna intelectualidad progresista puede mirar fijamente los problemas sociales por mucho tiempo.
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Para maquillar la ausencia de brújula moral, el público británico es presa de repentinos arrebatos de sentimentalismo kitsch seguidos de una rabia vehemente, animada por el chabacano y cínico sensacionalismo de la prensa.
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En la visión psicoterapéutica del mundo que todos los progresistas suscriben no existe el mal, solamente el victimismo.
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En donde la intolerancia es más temida que el propio vicio, se puede esperar que florezcan todas las formas del mal.
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La ley de las consecuencias no intencionadas es más fuerte que el poder más absoluto. […] Lo impredecible de la acción humana es la venganza de los que no tienen poder.