El mexicano Pablo Sol Mora (Xalapa, 1976>) ha escrito un ensayo titulado Nada hago sin alegría (Rosamerón, 2023) que es, como reza su subtítulo. «un paseo con Montaigne». Paseo en todos los sentidos deliciosos de la palabra y de la obra de «Montaigne». El paseo, peripatético, se alarga hasta una enseñanza sobre cómo entender la literatura y la vida, llena de gozo e inteligencia.
Sol Mora nos introduce a Montaigne, pero también a una manera de leer donde se aúnan la cultura, la perspicacia y el gusto por vivir. Como gustaba al propio Montaigne, Sol cita con generosidad, sin el menor prurito de originalidad, regalándonos la sensación de obra coral. En principio, escrita a dos manos, luego a más manos, gracias a los ecos y las evocaciones.
La primera mano es la de Montaigne, del que se nos regala un afilado barbero del rey de Suecia, como quien no quiere la cosa:
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Y me paseo por pasearme
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No hacemos sino glosarnos los unos a los otros.
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Este refrán español me gusta por varias razones: «Defiéndame Dios de mí».
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No me he hecho más a mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí.
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En cuanto a las dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín. Lo que no veo a la primera carga, lo veo menos obstinándome. Nada hago sin alegría; y la continuidad, así como la tensión demasiado firme, me ofusca el juicio, lo entristece y fatiga.
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Que cosa vil y abyecta es el hombre si no se eleva por encima de su humanidad. […] Toca a nuestra fe cristiana, no a su virtud estoica, pretender esta divina y milagrosa metamorfosis.
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La virtud es una cualidad grata y alegre.
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Aunque sea un excelente citador, Pablo Sol Mora es sobre todo un interlocutor, y escribe su libro al lado de Montaigne, mientras pasean juntos. Por eso cita a Fumaroli: «Toda gran obra de crítica es autobiográfica», y nos cuenta su vida con el señor de la Montaña, sus progresivos ascensos hasta coronar la cumbre de una identificación personal. Véase. Dice Montaigne que la tristeza es «estúpido y horrible ornamento» y Sol Mora asiente: «Lo verdaderamente sabio (y lo verdaderamente arduo) es la alegría y el humor». Sigue, por tanto, el consejo que Flaubert daba una amiga: «Lea a Montaigne, léalo despacio, con atención. Le aportará serenidad…Le gustará, seguro. Pero no lea como leen los niños, para distraerse, ni como los pretenciosos, para cultivarse. No, lea para vivir. Cree un ambiente intelectual para el alma». Así lo hace Pablo Sol Mora:
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Cada vez que un nombre moderno dice «yo» en cierta forma está diciendo: «yo, Michel de Montaigne»
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El lector al que estaban destinados originalmente los Ensayos, sería alguien muy semejante –en términos personales, sociales y económicos– al caballero Michel de Montaigne.
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[En Montaigne] Un escepticismo cristiano, puesto al servicio de la fe, y no necesariamente enfrentado a la religión.
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Personalmente, lo más llamativo del libro, sin embargo, ha ocurrido en los márgenes y en los espacios en blanco. Convoca una tradición literaria a la vez moral y gozosa, que en Nada hago sin alegría se hace reconocible. A veces directamente, como cuando cita a Stendhal: «Cuántos hombres se creen virtuosos porque son austeros y razonables porque son aburridos». Y también indirectamente evocando una línea de ensayistas que defienden la claridad y el gozo. La estatura del Alain de Sobre la felicidad (Hermida Editores) se alza, leído en su tradición. Lo mismo pasa con la maravilla en apariencia intrascendente de El primer trago de cerveza de Philippe Delerm. E incluso hay un tintineo de Azorín por los cuartos en penumbra de nuestra memoria. Y, sin duda, en Ismael Grasa y su La hazaña secreta.
Como lo del barbero es un vicio y no hay dos sin tres, barbaricemos un poco a la carrera también a Alain, que dice en Sobre la felicidad:
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Hay que aprender a ser feliz.
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No son sólo los bebés los que se irritan gritando.
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Como un perro, que al comerse la gallina la convierte en carne de perro y grasa de perro, así el individuado digiere el acontecimiento. […] Es propio del hombre fuerte marcarlo todo con su sello.
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El deseo decae si no acaba en voluntad.
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El amor no es natural y ni siquiera el deseo lo es mucho tiempo. Pero los sentimientos verdaderos son obras.
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Toda dicha es esencialmente poesía, y poesía quiere decir acción.
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Por eso la fe es la primera de las virtudes, y la esperanza sólo la segunda, porque es preciso comenzar sin esperanza.
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Si por casualidad yo tuviera que escribir un tratado de moral, pondría el buen humor a la cabeza de todos los deberes.
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Por precaución, toda idea triste debe ser tenida por engañosa.
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