No nos acostumbramos a la ausencia de nuestro amigo Javier Hernández-Pacheco (1953-2020), y su literatura no nos ayuda a acostumbrarnos, afortunadamente. Sus libros nos lo traen cercano, claro y actual, hablándonos como siempre de los problemas que nos acucian de forma luminosa. En Elogio de la riqueza, que se publicó en 1991, y que reeditan ahora Ediciones Deusto y Abante Asesores con enriquecedor prólogo de Higinio Marín, se encara –también la valentía era una característica de Hernández-Pacheco– con los prejuicios contra la riqueza, el mercado e, incluso, el capitalismo. El tomo es un acierto por el tema, el tono y el tino, si me permiten la aliteración exacta.

El tema. Hernández-Pacheco detecta un prejuicio inoculado por el socialismo y la socialdemocracia de desprecio moral al dinero y, por tanto, al pobre rico. Aunque él no se da importancia, su ensayo, cambiando la cultura de la sospecha por la cultura del entusiasmo, da la vuelta como un calcetín a la cosmovisión actual. Desde ahí puede denunciar alegremente y entendiéndolos a fondo la inflación y la deuda, la esterilidad de las sociedades actuales y su peligrosa deriva a la confiscación fiscal, a la desincentivación del esfuerzo y a la pobreza.

El tono. Siendo un libro de teoría económica y social, emana una inmensa alegría de vivir, que nace de su mirada: «Yo creo que el hombre es mejor, es decir, más bueno que malo». Consecuentemente, afronta las explicaciones «con un cierto desenfado metodológico». Esto es, le echa un pulso a los economistas y tantos tecnicismos que los alejan del sentido común y de la realidad. La emoción con la que habla del «capitalismo heroico», hecho de virtudes morales (sin las cuales el liberalismo degenera) y que se enfrenta al socialismo y al consumismo, acaba por entusiasmar como una película del Oeste.

El tino. La valentía temática y el entusiasmo tonal no se sostendrían sin un atinado pulso teórico. Qué bien explica los conceptos económicos. El origen del mercado es la ofrenda, el regalo mutuo, la amistad. El comercio permite la división del trabajo que se configura como la fuente auténtica de creación de riqueza. Explica deslumbrantemente cómo las subvenciones y las paguitas, en cuanto que no están vinculadas –sino al contrario– al trabajo, auténtico patrón oro de la economía, generan lo que podríamos llamar una inflación pasiva. Se acoge a una aristotélica obsesión por el justo medio: ni la pobretería ni la avaricia le valen, sino la riqueza. A la que se entiende como «vida lograda». El libro guarda una grata sorpresa: su defensa filosófica del ecologismo integral contra «un ecologismo regresivo» al que fallan sus postulados. Debería situarse junto con Aquilino Duque, el marqués de Tamarón, sir Roger Scruton y otros defensores primigenios y poderosos de un conservacionismo conservador. Su conciencia ecológica defiende el amoroso cuidado, cultivo y cultura de la naturaleza.

Pero que la pasión no me ciegue: esto no es una reseña, sino un barbero del Rey de Suecia. Aquí están los fragmentos o lingotes o pepitas de oro escogidas:

Una ciudad es tanto más rica cuanto más se parece ahora a la naturaleza que quiso superar. […] La riqueza es la victoria sobre lo que la naturaleza tiene de límite, pero lograda por la naturaleza misma.

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El vagabundo es el hombre sin hogar, que nada tiene que guardar y que por eso –como dice la Odisea– en nadie despierta confianza.

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Tres cosas aparecen en la Sagrada Escritura como signo de bendición divina: la paz de la conciencia y el respeto de los hombres, la numerosa descendencia y la multitud de las riquezas.

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Deberían aplazarse los impuestos sobre las herencias familiares los años suficientes para ver si el heredero multiplica el patrimonio, y entonces levantarle el impuesto, o doblárselo si es que en las nuevas manos, indignas de sus antepasados, el patrimonio se hubiese devaluado.

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El avaro es el rico que es pobre.

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Llegar a ser rico es una exigencia de nuestra filiación divina.

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Beneficio viene de «bene facere».

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El acto esencial del mercado, a saber, la compraventa es la síntesis de justicia y libertad. […] El acto de compraventa es un libre ajuste de voluntades iguales. […] Queda sellado con un apretón de manos, no con una reverencia.

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El comercio es así el acto por el que uno da lo que le sobra y recibe a cambio lo que necesita, y eso nunca puede ser un mal negocio.

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[En el comercio se supera la diferencia entre el interés propio y el interés común] El interés lo hemos de interpretar en el más radical sentido etimológico como inter-esse, como un ser en común.

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Tener dinero significa que nosotros ya hemos hecho algo por los demás.

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Siendo el dinero expresión de la confianza que el trabajo merece, tenderá a huir de los vagos herederos, de la corrupta administración y de los incompetentes que sólo tuvieron suerte.

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Decir que el dinero es malo no tiene entonces mayor sentido que descalificar moralmente la belleza de las mujeres, la inteligencia, la simpatía o el genio artístico. Por cierto, cualidades todas sospechosas para el moralismo.

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Hay una obligación moral de quien posee dinero: gastarlo. Eso es lo que podemos y debemos hacer por los demás.

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El dinero es el gran medio de igualación social.

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La vida humana es una máquina de quemar riqueza.

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El consumismo es en este sentido [de impedir el ahorro y la inversión] el virus que ataca al capitalismo en su raíz.

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En Occidente nos vamos olvidando de las virtudes que dieron lugar a nuestro desarrollo económico, la primera de las cuales está en la conciencia de que hay más alegría moral, pero también más riqueza en dar que en recibir.

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[En Occidente] Somos como una familia de vagos que estamos dilapidando la herencia de nuestros padres. […] El progreso económico a la larga sigue el camino de las virtudes y huye de la decadencia moral.

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El juego como actividad que nada persigue es el signo de la riqueza lograda.

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No es pura metáfora y parábola el mandamiento evangélico «negociad mientras vuelvo».

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El hombre corroído por el afán desordenado de riquezas no tiene más tiempo que el futuro.

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Las cosas que realmente importan no son aquellas ante las que uno dice «¡lo conseguí!», sino «¡qué suerte!»

Nota bene: Si se percibe alguna aparente contradicción entre los fragmentos, es porque aparecen aislados, fueran de la poderosa corriente argumentativa de Hernández-Pacheco, y sirve para ver hasta qué punto afina para no dejar ningún extremo fuera de su consideración.