A Enrique García-Máiquez («Murcia, pero El Puerto de Santa María», 1969) tuve el gusto de conocerlo personalmente, como a los escritores Rafael Alberti, Aquilino Duque, Fernando Ortiz o José Mateos, en mi propia casa. Al ser yo el último que llegó a nacer en aquella morada podría traer a colación –sin que nadie deba sacar cainitas conclusiones de una broma literaria- una de las líneas de aquella interminable “novela” de Augusto Monterroso, que cito de memoria: Cuando desperté, el dinosaurio ya estaba allí. Podría decir que uno de mis primeros recuerdos vívidos de su persona es verle riendo a carcajadas leyendo La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde, mientras él y uno mismo esperábamos (nuestras casas estaban en la misma zona de El Puerto de Santa María) el autobús de ruta que nos llevaba al Colegio.
García-Máiquez es un escritor total, al que uno prefiere como poeta cuando lee sus poesías, prefiere como aforista gómezdadivoso cuando lee sus aforismos, como diarista en sus diarios y como conversador desternillante en sus columnas de opinión. Lo único que se le ha resistido, o él se ha resistido mejor dicho, es a la novela: creo que al literato que considera la vida como una aventura, inventarse un embeleco le debe parecer redundante, más o menos un plagio.

El Burro flautista (2021) reúne un nuevo conjunto de artículos, que se suman a los De ida y vuelta (2011) y Un paso atrás (2012) escritos entre 2011-2015. En varias ocasiones, García-Máiquez ha llamado la atención sobre «la paradoja casi chestertoniana de que las ideas más profundas de [José María] Pemán están en lo más superficial»; en una entrevista reciente afirmaba a lo mismo: «El Pemán más trascendente es el más frívolo». La cita viene a cuento por partida –Pemán y Chesterton– doble: ¿no se nos está entregando en estos artículos, llenos de cotidianidad una luminosa y salada Ortodoxia gaditana sin que nos demos cuenta?; ¿no se filtran entre las anécdotas y las bromas, entre noticias y opiniones, entre las entrelíneas digamos, las ideas y creencias de una particular visión de la existencia, del tiempo que nos ha tocado vivir y, en fin, de la eternidad que nos tocará resucitar?
Las últimas líneas de la Ortodoxia de Chesterton están dedicadas a la alegría. Una alegría que estaba latiendo en todo el libro a ritmo creciente, in crescendo, con el compás de un tambor de guerra. Es algo que se puede afirmar de este buen puñado de artículos, acordes felices de flauta dulce. En uno de ellos, por ejemplo, se celebra por todo lo alto, subacuáticamente, el descubrimiento de una nueva especie de molusco en Cádiz, y el autor no puede más que acabar afirmando, abrumado: «Nunca insistiremos lo bastante en la alegría». Afirmación que no está lejos de esta otra sentencia memorable: «William Shakespeare está infravalorado».
En otro artículo se agradece a la gente que no le invita a cualquier evento (retorciendo, de risa, aquello que dijo Oscar Wilde de que solo hay una cosa peor que te inviten a una fiesta, y es que no te inviten); se llama “No ser invitado” y comienza con una frase grandiosa: «El que no te invita a un almuerzo te regala una tarde». Frente a lo que sería natural, tanta felicidad no nos acaba agotando, como cuando se le dedica un artículo a “Elogio del cansancio”, aunque a veces nos parezca un disparate como sucede con “Qué bello es pagar”, o un locura como con el “Matrimonio es salud”.
Se podría repetir para este Burro flautista aquello que Abel Feu pensaba de los poemas de Enrique García-Máiquez: en general estas opiniones están sostenidas (también) por un «impulso lírico y visión trascendente». El autor lo confesaba en otra entrevista (Diario de Cádiz, 27 de septiembre de 2021): «en los artículos más cotidianos pretendo muchas veces hacer un poema en verso». Es una visión entusiasta, propensa al asombro, al agradecimiento, a la emoción pequeña, diaria, prosaica… algo que evidentemente está en el núcleo mismo de su poesía, y contra toda evidencia de toda la Poesía.
Y en este contexto tan delicado, ¿era necesario –Enrique– escoger como animal de compañía para el título (y portada, como ahora veremos) un burro, un asno? Pues, sí. En el fondo nada más acertado. El burro es un animal de tiro, una bestia de carga, y el que escribe a diario en un Diario “tira” a diestro y siniestro, y se “carga” encima con casi todo. Además, como explican los periodistas Mondelo y Nieto en su imprescindible libro, de oportuno título, Hermano asno, la disminución del burro está en estrecha relación con la despoblación, su necesidad para la vida es inversamente proporcional al desarrollo económico moderno, por lo que para un escritor de ideales quijotescos como García-Máiquez no creo que haya animal mejor encarnado.
Las reminiscencias literarias son tan numerosas como jugosas. Desde el exquisito Lucio, que coqueteando con la alquimia de la magia acabo convertido en asno (de oro, eso sí) en vez de en pájaro, hasta el pequeño, peludo, suave Platero de Juan Ramón, pasando por el rucio polvoriento de Sancho. He leído que en la Biblia se cita al burro ciento treinta veces; pero lo más impresionante en este sentido es que Jesús se valió de él para ir a nacer en Belén y para ir a morir a Jerusalén. Ningún animal podía aspirar a más. En el intrincado laberinto de las etéreas conexiones líricas no me parece casualidad que precisamente Chesterton le tenga dedicado un poema a El burro, que además tradujo hace unos veinte años Enrique.

Portada oficial editorial La Veleta.
                                              Portada oficial editorial La Veleta.

Por todo ello, la irreprochable Editorial La veleta, cuyas riendas maneja con sus dedos rosados como las auroras homéricas el gran Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, 1953), ha plantado un enorme burro –no cabe, literalmente- en la portada. Es de un artista famoso y sensible, Javier Pagola (San Sebastián, 1955), a mitad de camino siempre entre la pintura y el dibujo. Tienen sus trabajos algo más de las pinturas negras de Goya que de las fantasías del Bosco, algo más de Saura que de los caballos expresionistas del alemán Franz Marc.
A mí me gusta mucho el burro de Pagola, monumental, simpático, y con algo oculto bestial y dramático. Y me gusta mucho el juego de letras que han hecho en La Veleta, bailando un poco al ritmo pastoril de una flauta travesera. Lo que no me gusta tanto es la mezcla. Me explico a lo gastronómico: me gusta mucho la mousse de chocolate y me gusta mucho mucho la morcilla de Burgos, pero no creo que fuera capaz de comerme ambas cosas a la vez, ni en una misma comida, ni siquiera en un mismo día. Y eso que me gusta también mucho la mousse de morcilla, pero eso es otra cosa.
Acaso bastaría con quitar las letras, y dejar que el burro campe y toque su música a sus anchas, nombrando al escritor Enrique García-Máiquez por sus exclusivas e intransferibles iniciales. El apellido compuesto, tan incómodo para tantas cosas –esto lo digo por cuenta propia, pues da la casualidad de que yo también tengo un apellido compuesto igual que el suyo- puede en este sentido ser un ventaja. Además, alguien que se acerque a un libro de La veleta ya sabe de sobra quién es E.G-M., ha leído además a Trapiello, es probable que tenga un cuadro de Pagola en casa, e incluso no hay que descartar que sepa el nombre del burro que retrató el artista en su obra. Por otro lado, el título del libro sería la propia imagen del burro flautista de la portada; ya que la tipografía nació del jeroglífico, no está mal volver (seguro que el pintor lo aprobaría) a la escritura de símbolos, a los tiempos en que las letras se dibujaban.
Sabiendo que se escribieron artículos todos los días, es impresionante constatar a la luz de las fechas que parecen al final de cada uno, los oscuros silencios entre unos y otros. Al ir leyendo los seleccionados suena como una música. La flauta. Quería que la segunda portada hablara de eso. En el ruido diario de la letra impresa, simbolizado aquí por una sopa de letras, de pronto unas palabras cobran significado, son las únicas que lo tienen. Es casi imposible darse cuenta, casi imposible creerlo, pero ahí están dando sentimiento a tanto sinsentido, dando sentido a un aparente caos. Mirar un burro volando quizá sea más fácil que escuchar a un burro tocar la flauta, y en este libro se tiene la sensación de escuchar una armonía. Uno a cada página se va congratulando con la rutina, con lo que pensábamos que era rutinario, y surge poco a poco una gran simpatía y agradecimiento por la vida, una suerte de hermanamiento.

Propuesta de portadas para El burro flautista por Jaime García- Máiquez.
Propuesta de portadas para El burro flautista por Jaime García- Máiquez.