Historia de dos ciudades (1859) son cuatro o cinco novelas en una, como mínimo. A Charles Dickens la Revolución Francesa le dio para escribir, sin que se le notase el esfuerzo titánico y sin salirse del tema, una novela de capa y espada, a lo Alejandro Dumas; un historia de humor, cual un P. G. Wodehouse adelantado, con Miss Poss en el papel de Jeeves; una de espías, como Graham Green; un retrato de Dorian Gray, pero mejor; un himno contrarrevolucionario, como la baronesa Orcy, pero sin esnobismo; un legítimo heredero del milimetrado romanticismo de Jane Austen; un implícito poema stilnovista con su dona angelicata y todo; un estudio sobre el populismo que deja a Ernesto Laclau en pañales; un profundísimo ensayo girardiano; y uno de los grandes libros cristianos de la historia, casi un sacramental que uno termina leyendo de rodillas. Si ustedes son de los que llevan la contabilidad de los libros que se leen al año, con éste pueden apuntarse seis o siete sin mentir.

 

La calidad sonora de la prosa nos permite añadir al catálogo la existencia de un poemario implícito. Dickens hace lo que quiere con el ritmo y la densidad del lenguaje. Más allá de su icónico párrafo inicial (y ojo con el que le sigue), pondré un solo ejemplo de los muchos que hay, porque al lector en español le trae recuerdos del poema «Límites» de Jorge Luis Borges. Vean este fragmento: «El reloj daba el número de campanadas que ya no habría de oír más. Las nueve, las diez, las once pasaron para siempre, y cuando iban a dar las doce, después de un duro combate con aquel excéntrico y desconcertante giro de sus pensamientos […] Pasaron las doce para siempre».

 

Hay que advertir que Historia de dos ciudades es un aldabonazo en la conciencia del lector. Después de leerlo, no le valdrán las excusas de su mala suerte, ni de su inercia mediocre, ni de la ausencia de un amor correspondido que le eleve. Todos están llamados (aunque son pocos los escogidos) a la nobleza de espíritu, que sólo se alcanza (ay) con la entrega y el sacrificio.

 

Antes de sacar esas últimas consecuencias, hay muchísimo en lo que pararse a disfrutar:

 

 

Un hecho maravilloso sobre el que reflexionar es que cualquier ser humano está constituido para ser un secreto profundo y un misterio para cualquier otro.

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No lo llamaba «una curiosa coincidencia», puesto que la mayoría de las coincidencias son curiosas.

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¿Por qué debería gustarme en particular un hombre que me recuerda tanto a mí?

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[El capítulo titulado: «El tipo sin delicadeza»] Es demasiado tarde. Nunca seré mejor de lo que soy. Me iré hundiendo y seré peor. […] [Pero] abrazaría cualquier sacrificio por ti y por aquellos a los que amas.

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[Desprecio de la demagoga por las lágrimas del pueblo. Le dice a un hombre que aplaude entusiasmado al rey] Tú gemirías y llorarías por cualquier cosa, en cuanto yo monte un espectáculo y haga mucho ruido. ¿Sabes? ¡Lo harías!

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[Madame Defarge; y así se explica el valor simbólico de la imagen de su continuo hacer calceta] Venganza y castigo requieren muchísimo tiempo; esa es la regla. […] No se requiere mucho tiempo para que un terremoto se trague una ciudad, ¿a qué no? Pero ¿dime cuánto tiempo lleva preparar un terremoto?

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Observa qué fuertes somos en nuestra felicidad y qué débil él en su miseria. [Lucy a su recién marido Chales Darnay sobre Sydney Carton, instándole a ser cariñoso.]

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Defarge, en débil minoría, invocó la memoria de la marquesa, recordó sus intenciones generosas, pero no consiguió sino que su mujer repitiera estas palabras:

—Di al viento y a las llamas dónde parar, pero no a mí.

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Queda poco tiempo, pero esto es un motivo más para emplearlo bien. [Lo que me haría grabar yo en mi reloj de pulsera.]