El libro que escribió Unamuno sobre el Quijote no es un tomo de crítica literaria. Vida de don Quijote y Sancho (1905) es un juego de espejos. Unamuno, en su homenaje al Quijote, llega a perder el seso leyendo el Quijote. Termina creyéndose el caballero de la Mancha (o casi) y arremetiendo contra Cervantes como si éste fuese un molino de viento. Hay quien dice que celoso de que escribiese la gran obra don Miguel y no don Miguel (C. y U. respectivamente). Es un poco cicatero imputarle un sentimiento tan innoble. Unamuno hace un Quijote de manual y pierde el seso por ósmosis. En resumen, no es la mejor crítica del Quijote (que fue la de Torrente Ballester hasta que vino Cesáreo Bandera), pero sí la más quijotesca.
Es una pasión, una obra literaria que se sostiene por sí misma y que tiene —también hay que advertirlo— bastante de contagioso. Se pone tanto en la piel del personaje que los golpes que recibe el hidalgo, en vez de leerlos (como hay que hacer) en clave de cine mudo, a lo Charlot o a lo Buster Keaton le duelen a él en el alma y no se los perdona a Cervantes. Hace una lectura muy pitigrillesca: «Es que creo que los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge una vida propia, con cierta autonomía, y obedecen a una íntima lógica de que no es del todo consciente ni dicho autor mismo. […] Nosotros podemos comprender a don Quijote y Sancho mejor que Cervantes que los creó».
Como él (se cree que) lo entiende mejor que Cervantes hace una interpretación mítica. Los paralelismos con la vida de San Ignacio de Loyola resultan apasionantes y las apariciones estelares de Santa Teresa de Jesús, excelentes. Con lo de san Ignacio parece que quiere colarnos, así, de matute, una vasconización de don Quijote. Por eso también pierde pie con la aventura del vizcaíno. Al muy serio Unamuno se le debe leer con ironía. Es lo que hizo Eugenio d’Ors. Cuando el vasco cuenta que «diciendo un Montmorency, creo, delante de un vasco, que ellos, los Montmorency databan no sé si del siglo VIII o IX, contestó el otro: “Pues nosotros, los vascos, no datamos”». D’Ors replicó que los que no datan son los hombres de las cavernas, y que hay que datar, hombre, hay que datar.
Las ironías propias y ajenas no empañan el entusiasmo ni la emulación con que le leemos. Curiosamente, nos pasa exactamente igual con el Quijote original. Unamuno, tan desbordado, tan entusiasta, tan combativo, es una gozada de sentimientos nobles, de ideas valiosas, de inspiraciones constantes. Sostiene que todos los héroes son cándidos, que «en la bondad del hombre está la raíz del heroísmo del Caballero», y más aún, que todos los héroes son niños.
Los fragmentos seleccionados son como claros toques de clarín:
Es el valor que más falta nos hace: el de afrontar el ridículo. El ridículo es el arma que manejan todos los miserables bachilleres, barberos, curas, canónigos que guardan escondido el sepulcro del Caballero de la Locura. Caballero que hizo reír a todo el mundo, pero que nunca soltó un chiste. Tenía el alma demasiado grande para parir chistes. Hizo reír con seriedad.
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«Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años». Un hombre sesudo y cuerdo que enloquece de pura madurez de espíritu.
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El que todo lo comprende no comprende nada, y el que todo lo perdona nada perdona.
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El hombre más tonto es el que en su vida no ha hecho ni dicho ninguna tontería.
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La gloria es conquistadera, pero con harto trabajo.
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¡Ah, si nosotros, tus fieles, nos tuviésemos por dichosos de haber sido molidos a palos, desgracia propia de caballeros andantes!
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Don Quijote discurría con la voluntad, y al decir «¡yo sé quién soy!», no dijo sino «¡yo sé quién quiero ser!»
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En rigor no cabe hombría de bien, verdadera hombría de bien no habiendo sal en la mollera, visto que en realidad ningún majadero es bueno [Véase la canción de José Mateos: «Hasta para hacer el bien/ es necesario el talento/ porque hay que saberlo hacer»]
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La soberbia, la refinada soberbia, es la de abstenerse a obrar por no exponerse a la crítica. El acto más grande de humildad es el de un Dios que crea un mundo que no añade un adarme a su gloria, y luego un linaje para que se lo critique.
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Las razones que don Quijote da para libertar a los condenados a galeras son un compendio de las que alimentan a la rebelión del espíritu español contra la justicia positiva.
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El heroísmo es crédulo.
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Aquellos a quienes el mundo sólo les huele a materia es porque se huelen a sí mismos.
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El viejo aforismo escolástico de nihil volitum quin proecognitum¸nada se quiere sin haberlo antes conocido, hay que corregirlo con un nihil cognitum quin proevolitum, nada se conoce sin haberlo antes querido. [Yo diría que los dos son verdad, porque en en esto del amor como en eso del conocimiento, siempre estamos empezando. Por eso es tan fino que el signo del matrimonio sea el anillo, que nunca se sabe dónde empieza ni dónde termina nunca]
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No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendas que necesita, y soporta luego su ingratitud.
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Sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible.
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El verdadero héroe es, sépalo o no, poeta, porque, ¿qué sino poesía es el heroísmo?
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Admirar y querer al héroe con desinterés y sin malicia es ya participar de su heroísmo; es como el que sabe gozar de la obra del poeta, que es a su vez poeta por saber gozarla.
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Con hondo sentimiento se llama entre los gauchos «desgracia», no al ser muerto, sino al haber tenido que matar a otro.
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[Don Quijote: «No hay otro yo en el mundo» Don Quijote II, cap. 70 Unamuno:] ¡No hay otro yo! Esta es la única base sólida del amor entre los hombres porque tampoco hay otro tú que tú, ni otro él que él.
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Imposible es que una doncella finja en chanzas enamorarse y no lleve mal el que no se la corresponda en veras.
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¿Y por qué he de estarme en casa? Estése cada uno en la suya y no habrá Dios que esté en la de todos.
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El amor, con solo amar, y sin hacer otra cosa, cumple una labor heroica. […] ¿Sabes la misteriosa energía que irradia a todo un pueblo y a sus generaciones venideras hasta la consumación de los siglos de una feliz pareja donde se asienta el amor triunfante y silencioso?