El periodista y escritor Sergio del Molino publicó hace unos meses La piel (Alfaguara, 2020), en la que repasa, desde el punto de vista de una persona con psoriasis, las vidas de varios personajes –Stalin, John Updike, Cindy Lauper, entre otros– que comparten con él esta enfermedad. A lo largo del libro, narrado en primera persona y dirigido a su hijo Daniel, analiza cómo una mala piel ha condicionado las vidas de todos ellos. Del Molino, que tuvo hasta hace poco una de las secciones sobre libros más interesantes de la radio –Biblioterapia, en Onda Cero–, responde generosamente nuestras preguntas sobre lecturas e infancia. 

 

Al principio de La piel (Alfaguara, 2020) habla de la necesidad de que los niños pasen miedo, y del deber de los padres de propiciar ese terror, pero su hijo parece que se le resiste un poco. ¿Es importante el miedo en el proceso de maduración?

Es importantísimo, pues en una infancia ideal y normal (entendiendo este adjetivo en su acepción más generosa y anodina), el miedo sólo se puede experimentar en la ficción. La única manera de ir desbravando la ingenuidad y de temer un poco los peligros reales, para prevenirte ante ellos, es interiorizar que existen. Una de las funciones fundamentales de los cuentos infantiles es mantener a los niños alejados del bosque para que no se pierdan.

 

 

 

“Stalin nos recuerda que hay monstruos malos cuya maldad individual no es consecuencia de la maldad social”. Esta frase de La piel me recuerda a la tendencia estos últimos años de intentar comprender –y perdonar– a los malos de las historias infantiles. ¿Cree que esto influye en la idea del mundo que se forja un niño? 

Hay algunos folcloristas que sostienen que los cuentos de hadas forman un repertorio estable que se creó en la Edad de Bronce y que lleva transmitiéndose sin apenas cambios desde entonces. Los escritores del XIX lo fijaron al darle forma escrita, pero no lo alteraron. Lo que estamos haciendo ahora puede tener unas consecuencias imprevistas. Sabemos que la forma en la que se cría a los niños tiene unos efectos enormes en la civilización misma, propiciando cambios culturales de calado. Por supuesto que no es lo mismo crecer con unos Hansel y Gretel secuestrados por una bruja que con otros Hansel y Gretel que van a visitar a su abuelita a la residencia y comen chuches. Los cuentos enseñan la crueldad, la ironía, los sentidos figurados y todas las armas retóricas que los adultos necesitamos para vivir. Sin ellos, estamos perdidos. Si no nos enseñan que hay malos muy malos y muy crueles, nos dejan completamente desprotegidos.

 

Roald Dahl no tiene reparos en castigar a los personajes desagradables o malvados de sus libros de las formas más imaginativas y crueles. ¿Cómo cree que interpretan esto los niños?

Como algo muy divertido. Y como una ficción. Los niños no tienen ningún problema en separar lo imaginario de lo real. La historia del niño que se tira por la ventana vestido de Supermán es un bulo insultante para la inteligencia de los niños. Dahl marca un pacto de lectura clarísimo que todos sus lectores entienden en la primera página y que se traduce más o menos así: “Vamos a ser gamberros, esto es un libro, vamos a pasárnoslo bien”. Los personajes sufren todo tipo de tropelías crueles y sangrientas del mismo modo que los títeres de cachiporra son golpeados y que las figuras de plastilina acaban hechas una masa pisoteada: es un carnaval, una fiesta. Y como tal se celebra. Esto es tan elemental que me entristece mucho participar en debates donde hay que aclararlo.

 

¿Leía a escondidas de pequeño? ¿Dónde?

No, a escondidas no, porque nunca me lo han prohibido, todo lo contrario. He leído todo lo que he querido y los libros que me ha dado la gana, sin recomendaciones por edades ni por temas. Y, por supuesto, sin la menor supervisión.

 

¿Qué tres libros recomendaría a un niño? Pueden ser para distintas edades. 

Como mi experiencia con mi hijo es que la graduación por edades no funciona, todo depende de lo lector que sea el niño. Los lectores precoces necesitan desde muy pequeños historias complejas con densidad narrativa, con tramas bien definidas y buenos personajes. Roald Dahl se les queda pequeño enseguida. Recomendaría mucho los primeros Harry Potter para un chaval de ocho años buen lector (en general, a esa edad, le empujaría a leer cualquier cosa, aunque no la entienda, si tiene bagaje). Las adaptaciones de clásicos como la Odisea que hay en las librerías son lecturas espléndidas para el rato de antes de ir a dormir (y si no edulcoran demasiado las aventuras, mejor). Y una versión infantil del Quijote siempre es bienvenida por cualquier niño al que le gusten los porrazos y los chistes gruesos.

 

¿Tiene alguna anécdota de cuando era chico relacionada con la lectura?

No sé si es anécdota. A los ocho años me regalaron los Viajes extraordinarios de Julio Verne y me los leí de un tirón. Creo que no entendí ni la mitad, pero me fascinaron. Entonces me pareció algo muy normal. Hoy veo que muy pocos niños leen a Verne tan temprano. Si mis padres hubieran estado un poco atentos, tal vez no me habría dado ese atracón y ahora no sería escritor.

 

¿Cree que los niños detectan en general cuando un libro se dirige a ellos de un modo paternalista?

En general, sí, pero están indefensos ante ese ataque. No tienen las herramientas críticas de un adulto para rechazar ese tono. Es más, en la escuela se fomentan ese tipo de relatos, por lo que es difícil percibirlos como indeseables. Como no tienen armas para rebelarse contra ello, acaban identificando la literatura con el sermón, y esa es una de las razones por las que se malogran muchas vocaciones lectoras.

 

¿Cuál fue el primer libro que le compró a su hijo? ¿Y el último?

El primero El pollo Pepe. El último, uno de Astérix.

 

Si tuviera que hacer algo distinto, de niño o de adolescente, para llegar a ser un escritor mejor de adulto, ¿qué sería?

Nada, porque yo no he llegado a escritor por el camino difícil del empecinamiento y la vocación, sino por el de la casualidad y los hechos consumados. No me he esforzado en ser lo que soy, la vida me lo ha ido poniendo en bandeja. Por eso preferiría no cambiar nada de esa inconsciencia que tan buenos resultados me ha dado.

 

¿Cómo ordena sus libros? 

Alfabéticamente por autor, al margen de géneros y temas.

 

¿Tiene entre sus favoritos algún libro que no incluiría en ningún canon pero al que usted tiene cariño por algo en particular? 

Rayuela, de Cortázar. Por razones estrictamente literarias, lo extirparía del canon. Es un libro que ha hecho más daño que la heroína. Pero, como ex heroinómano, le tengo un cariño perverso. 

 

¿Cuál es el mejor libro que le han regalado nunca? ¿Por qué?

Todas las ediciones de Lolita que tengo, que son unas cuantas. Porque quien me las ha ido regalando a lo largo de los años celebra con esos regalos una rareza mía que a otros les resultaría insoportable.

 

Dice Gregorio Luri que los niños atienden más a sus padres cuando charlan entre ellos que cuando les dicen las cosas directamente. Sin embargo, hay una corriente editorial que prefabrica libros con objetivos pedagógicos, dejando de lado con frecuencia otros criterios como su calidad literaria o si son son entretenidos. ¿Cómo cree que influye esto en la afición por la lectura?

Es veneno. Si desalfabetizásemos a los niños y les negásemos cualquier acceso a los libros obtendríamos el mismo resultado. Nadie lee para aprender a lavarse los dientes ni para ser bueno con su hermano. No entender algo tan básico nos lleva al desastre. Por otro lado, no es algo que afecte sólo a los niños: la pulsión pedagógica inunda todo, desde la política al periodismo a cualquier intervención en la esfera pública. Hay un sermoneo constante e insoportable que se ceba con todo el mundo.

 

¿Cree que hubiera leído lo que leyó cuando era pequeño si hubiera tenido un móvil, Twitter, Internet? ¿Cree que las pantallas se suman o sustituyen a los libros?

Mi hijo tiene más que eso y lee como leía yo a su edad. No son incompatibles, ofrecen cosas distintas.

 

Un libro que le haya hecho cambiar de opinión.

Los ángeles que llevamos dentro, de Steven Pinker.

 

Su hijo tiene siete años y razona como si tuviera el doble. Entiendo que le cuesta meterse en el mundo de la fantasía y que a usted le gustaría que le costase menos. ¿Por qué cree que es tan importante que los niños puedan vivir dentro de la ficción el mayor tiempo posible?

Porque es la única forma que tenemos de prolongar la infancia. Cuando se abandonan ciertas cosas, no hay marcha atrás, y tenemos una vida entera para arrepentirnos.

 

¿Qué libros tiene en su mesilla de noche? 

La música, de Ted Gioia, El silencio, de Don DeLillo y La segunda mano, de Antoine Compagnon.

 

¿Lee con un lápiz en la mano? ¿Subraya, anota, señala…? 

Leo, anoto (a veces, insultos o exclamaciones de alegría), doblo páginas y destrozo los libros. Si tengo un lápiz a mano, con un lápiz. Si no, con un boli o lo que encuentre en ese momento, no tengo el menor respeto fetichista por los libros como objetos.

 

Hay un momento delicado para la lectura en el paso de la niñez a la adolescencia. Muchos niños dejan de leer aquí, en parte porque hay un claro cambio en sus intereses pero en parte también porque a veces es difícil dar con libros puente entre la infancia y la madurez. ¿Se le ocurre alguno que encaje bien en estas edades?

En esa etapa vienen bien los “libros generacionales”. El citado Rayuela, por ejemplo, que unió a una generación de lectores que tenían la sensación de estar compartiendo algo, un sentimiento tribal muy importante en la adolescencia. No creo que se deba a falta de temas como a una cuestión meramente hormonal: necesitan las manos para otras cosas que no sea pasar páginas.

 

Para terminar, Tolkien sostenía en su ensayo Sobre los cuentos de hadas que estos no son, como solemos pensar, algo para niños, y que no existe en realidad eso de escribir para niños. ¿Qué le parece? 

De acuerdo completamente con Tolkien. Los grandes escritores que conforman el canon de la literatura infantil han hecho, básicamente, lo que les ha dado la gana. Sin libertad e indiferencia absoluta por la sensibilidad del lector no hay literatura que valga, ni infantil ni anciana. 

 


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