Así como de cuando en cuando el planeta sufre terremotos y algún cometa se pasea, caprichoso, por la atmósfera, en la vida van apareciendo personas que son auténticos fenómenos naturales, volcanes en erupción cuya presencia altera el curso habitual de nuestro día a día como si fuera lava. Personas que jamás pasarán inadvertidas por explosivas, dicharacheras, hiperactivas (diagnosticadas o no), arrolladoramente simpáticas, de imaginación peligrosa, ignorantes de la ciencia de la pereza y, sobre todo, irresistibles: pocos pueden negarse a sus caprichos y casi todos acabamos derrotados, sucumbiendo a sus encantos. Ello, siendo conscientes, por supuesto, de que, más pronto que tarde, nos arrepentiremos de habernos dejado embaucar, una vez más. Por eso, hay que tener cuidado con ellas. Uno nunca sabe a qué estrambótico lugar pueden conducir las musas a nuestros genios; y ellos, a su vez, arrastrarnos a nosotros, alterando por completo nuestros planes y sembrando el caos a su paso; sin mala intención, pero, eso sí, sin contemplaciones. Así pasa con la tía Mame.

Dennis, genio y figura

A este personaje le debe mucho su creador, Patrick Dennis, o, mejor dicho, Edward Everett Tanner III (1921-1976), su verdadero nombre. Esta fascinante dama le llevó, después de años vagando errante por el desierto del desprecio editorial, a la cumbre de la felicidad que para él era la fama: vendieron nada menos que dos millones de ejemplares (algunas semanas, más de 1.000 al día) sólo en 1955, convirtiendo “La tía Mame” y la otra novela que protagonizó, “La vuelta al mundo con la tía Mame”, en unos de los títulos más vendidos del siglo XX en Estados Unidos.

Aunque, en realidad, no tenemos  tan claro quién está en deuda con quién. La tía Mame, si no es el alter ego femenino del escritor, está muy cerca de cumplir este papel. Y es que Dennis fue, como se dice, todo un personaje. Alguien histriónico por lo exagerado de sus acciones. No sólo fue uno de los más glamurosos invitados a cuanta fiesta de cierto nivel se celebrara en Nueva York. Él iba por delante en todo aquello que oliera a excéntrico, a lujo, a novedad. Llevó, además, una doble vida, según coinciden en señalar sus biógrafos: al parecer, todo Manhattan conocía el rumor de que, a la hora en que las familias de buenas costumbres apagaban la luz hasta al día siguiente, Dennis dejaba a su mujer y a sus dos hijos y saltaba a los escenarios del Greenwich Village, barrio contracultural de aquellos años y donde nuestro autor tuvo algunos amoríos homosexuales.

Ya en los 70, una vez malgastada del todo la fortuna que le dio la tía Mame y aquejado de un cáncer de páncreas, Dennis llegó al colmo de la extravagancia y cambió de personalidad: utilizando su verdadero nombre, que nadie conocía, comenzó a trabajar de mayordomo para los nuevos ricos de los Estados Unidos que se afincaban en Nueva York. Llegó a ser contratado por el preboste de la todopoderosa McDonald’s Ray Kroc. ¿A cuento de qué, Dennis? ¿De qué? Posiblemente, de nada. Hay que reconocerle no sólo el mérito de la ocurrencia, sino las agallas para llevarla a cabo. Qué hombre, Dennis. O, más bien, Tanner.

Una tía alocada y un sobrino inocente

Le llamemos como le llamemos, lo cierto es que el escritor imprimió a la tía Mame su incombustible alegría de vivir. Pero no una alegría sencilla y discreta. Ni mucho menos. Al contrario, la creó escandalosa, desenfrenada, exagerada siempre, optimista incorregible, enamoradiza, derrochadora, muy bien vestida y loca como una cabra. La tía Mame no podía ser sino sofisticada hasta decir basta y magnética para todo aquel que se acercara, por cualquier motivo, a su existencia.

Patrick Dennis, además, se coló en la novela de su personaje, como hizo en varias de sus obras. El sobrino de quien es tía Mame es el propio Patrick; en la historia, un niño de diez años bastante rico que, en 1929, acaba de quedarse huérfano, tras el fulminante infarto que padece su padre mientras hace algunos hoyos en el campo de golf más selecto de Chicago.

Para su suerte (o su desgracia, si nos ponemos muy sensatos), Dennis debe quedarse a cargo de la tía Mame, residente en Beekman Place, en el East Side de Manhattan, en un dúplex tan deslumbrante como su propietaria. En medio de una desasosegante decoración, basada en el negro y el dorado, el inmenso inmueble está siempre atestado de alcohol, frecuentado por la gente guapa de Nueva York y en sus salones se comentan las últimas novedades llegadas de Europa, como el psicoanálisis, los cuadros de Picasso o las extravagancias de los soviéticos, entre el humo de los refinados cigarrillos Melachrino que los invitados expulsan de sus largas boquillas de carey.

No parece el mejor entorno para criar a un niño, pero no siempre se puede elegir, y, a falta de otros parientes, el inocente Patrick se convierte en el nuevo inquilino del apartamento, junto a su atolondrada tía y el mayordomo japonés Ito. Y, por supuesto, desde que Mame y Patrick se encuentran, sus vidas cambian por completo.

Una vida diferente

Hechas las presentaciones, el pequeño nos va narrando, en primera persona, cómo (sobre) vivió en ese ambiente tan excesivo y rodeado de vicios. Y cómo pudo seguir queriendo a su tía pese a los innumerables líos en los que le mete, sin remordimiento alguno. Para abrir boca, nos cuenta cómo Mame desoye la última voluntad del padre de su sobrino y le envía, divertida, a una escuela de inspiración claramente freudiana, donde los alumnos pululan desnudos por el aula, librándose de sus represiones, hasta que el fideicomisario de Patrick interviene, histérico, e ingresa inmediatamente al niño en el internado más puritano del estado de Nueva York.

Y así, a lo largo de los capítulos, vemos crecer al chaval y envejecer a la dama mientras Dennis, matando dos pájaros de un tiro, nos enseña a la vez cómo va cambiando la sociedad norteamericana entre el final de los felices años veinte y la década de los cincuenta. Es entonces cuando Patrick se ha convertido en padre de familia y le llega el momento de ceder, muy a su pesar, el testigo a su hijo, que será el nuevo pupilo de la tía Mame. Entretanto, los lectores hemos conocido el singular y agradable carácter (y costumbres) de los sureños, el ambiente bohemio y un tanto sobrevalorado de la Ivi League de los 30,

Nuestra escena preferida es aquélla en la que nuestra amiga se nos muestra débil. Duramente golpeada por el crack del 29, pero jamás derrotada, una señora como Mame se lanza a la aventura de buscar trabajo por primera vez en su vida. Porque no se resigna y quiere seguir manteniendo un poco sus gustos caros, aunque sea sólo en cuanto a vestimenta se refiere y a costa de que Patrick y ella se queden sin cenar, noche tras noche, ante la atenta mirada de Ito, que ha permanecido a su servicio no por dinero, claro, sino por pura lealtad.

Por supuesto, cada negocio que contrata a Mame Dennis es un negocio cuyos dirigentes acaban enfermos de los nervios o, sus cuentas, al borde de la quiebra, por culpa de las meteduras de pata de esta dicharachera y torpe empleada, mientras nosotros no sabemos a qué sentimiento ceder, si al bochorno, a la compasión o a la risa a mandíbula batiente. Pero, por carambolas del destino, Dennis consigue que un cliente magnánimo y bonachón (y muy rico) se interese por esta atractiva dependienta de los almacenes Macy’s y, por supuesto, acabe casándose con ella.

Todo acaba bien

No les vamos a engañar: la historia acaba bien. Es decir, el Dennis ficticio se convierte en un hombre en sus cabales, dominado por un sentido común bastante notable. La tía Mame consigue ser tan frívola como buena educadora, inculcando en su sobrino su enorme y esponjoso corazón y una rectitud moral pasada por la fragua de todos los vicios imaginables. Quizá en la vida real un caso así nos parezca más bien insólito. Sea como sea, qué más da. Si se nos pega un poco la ingenuidad de la tía Mame, bien estará. A todos nos vino bien en nuestra infancia ese pariente alocado que nos sacaba de la rutina hogareña de vez en cuando, acercándonos un poco a lo prohibido, pero devolviéndonos siempre, sanos y salvos, a casa.

A lo largo de los capítulos, observamos la feliz convivencia entre chaval y tía. Ella supera cada año las locuras ya cometidas mientras deja a su paso el inconfundible aroma de su dulzura y encanto. Porque, aunque a veces nos desespere, adoramos a la tía Mame. Recordamos las escenas que protagoniza casi con la nostalgia del que las ha vivido en lugar de haberlas sólo leído. De ahí la grandeza del Dennis escritor; no debe ser fácil narrar tan bien. La única contraindicación de estas lecturas, como les dirá su médico de cabecera, es la risa floja que les acompañará casi desde la primera página. Por lo demás, llénense la copa, acomódense en el lujoso Bentley, colóquense bien sus adornos y llénense de glamour por un rato. Eso sí, la tía Mame conduce. Cuidado.