Mi hijo Enrique (9 años) al ver el título del libro que estoy leyendo (Teología para incrédulos, BAC, 2020) me hace la pregunta crucial: «Papá, ¿por qué lees algo para incrédulos?» Me temo que, en efecto, el título del libro del filósofo de la ciencia (¿nuevo oxímoron?) Juan Arana ( San Adrián, Navarra, 1950) no vaya a ganarle demasiados lectores. A los pocos a los que no espante la palabra «Teología», les ahuyentará mucho la palabra «incrédulos».
Mi caso no cuenta ni como excepción, porque yo estoy personalmente interesado. Hace años, con Juan Arana, perpetré una de mis meteduras de pata más sonadas, y eso que el nivel medio de ruido lo mantengo alto y constante. Me invitó a presentar en Sevilla su último libro de entonces, que se titulaba Filosofía de lo cotidiano (Biblioteca Nueva, 2005). Y yo, ni corto ni perezoso, dediqué mi presentación a hablar de la santificación de lo cotidiano de San Josemaría Escrivá de Balaguer, de la influencia de los Ejercicios de San Ignacio de Loyola en los sonetos de los metafísicos ingleses y del peso de Santo Tomás de Aquino en la Divina Comedia. Mi argumento es que toda filosofía y cualquier poesía original vienen precedidas por una ascética. Cuando me bajé de la mesa de presentación, me informaron de que Arana era el único practicante no creyente que existía. Diría que el sonrojo me duró todo el camino de vuelta por la AP-4 de Sevilla al Puerto de Santa María, pero sería quedarme corto. Es un rubor que me ha durado 15 años. Con este libro, que no relata, pero sí reflexiona la conversión del filósofo, me siento retrospectivamente aliviado. Como reivindicado en mi torpeza por los sabios caminos de la Providencia.
Este largo preámbulo es lo que precede a abrir el libro. Luego es una lectura deliciosa, en lo intelectual, en lo teológico (con minúsculas) y en lo literario. Un ejemplo muy claro sería la excelente reseña de la película Lourdes (Jessica Hasner, 2009). En la recensión que hace Arana, confluyen el milagro médico de la chica protagonista, el milagro interior en su alma, que es el que destaca, con emoción, nuestro autor, y el implícito, que no nos cuenta, pero que se siente entrelíneas, y es el del mismo Arana que sale entusiasmado de la película, más allá, quizá de lo que su propia directora pretendía o no; pero, literalmente, más allá.
No tiene pretensiones de teología sistemática, como se puede comprobar en otro de los textos deliciosos del libro, cuando desgrana su prueba de la existencia de Dios. Porque Arana sostiene que cada creyente tiene un argumento personal —y sólo a medias transferible— de que Dios existe, a despecho de San Anselmo y toda la escolástica. Si Arana tiene que escoger una tesis para demostrar a Dios, es el sentido lúdico de la existencia. Y va y lo demuestra, por lo menos con sentido lúdico de sobra.
Los hallazgos son constantes y el barbero no da abasto a seleccionarlos:
[Sobre «la inmodestia del relativismo»] La teoría de la relatividad es la menos relativista de las teorías científicas, ya que, si en ella se relativizan las medidas de tiempo, espacio y masa, es precisamente para absolutizar las leyes de la naturaleza, que son las mismas para todos los observadores.
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Cabestro místico [Así llamaba la madre del autor a su padre cuando éste le decía que iba a hacer Ejercicios espirituales para llevar a unos u otros amigos que sin él no irían.]
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Quien haya tenido un padre así [como el del autor] no encontrará luego serios problemas para encontrar a Dios, aun después de haberse leído —como en mi caso— todos los libros de herejes, ateos y descreídos que hayan caído en sus manos.
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No es mi voluntad, ni mi entendimiento, ni siquiera ambos a la vez los que creen: soy yo.
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He estudiado bastante historia de la ciencia y sé bien que el misterio es compañero inseparable de la verdad: sólo los locos y los muy equivocados pasan de incertidumbres y lo ven todo con claridad meridiana.
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Creo que es una historia de Bocaccio: aquel judío converso que decidió ir a Roma antes de bautizarse. Sus mentores lo daban por perdido, pero volvió diciendo que, si la religión católica había sobrevivido más de 1000 años con tan malos ministros, resultaba indudable que disfrutaba de la protección divina.
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Pensar que profeso la misma religión que mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, y así probablemente hasta 60 o 70 generaciones me produce una sensación de bienestar muy particular.
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No le faltaba razón a Unamuno cuando decía que se consideraba un hombre de fe, porque tenía mucha esperanza. Ocurre que las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) funcionan un poco como los vasos comunicantes, de manera que cuando sube el nivel de cualquiera de ellas algo se eleva también el de las otras dos.
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[pesadillas] Creo que ningún otro caso se ha empleado el diminutivo con menos propiedad.
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Oración del anglicano: «Señor, voy a dar comienzo a una búsqueda para, con mis mejores luces y las que tú me aportes, encontrar cuál es tu verdadera Iglesia. Solo te pido que, si al término de ella está la de Roma, permitas que muera antes de concluirla…»
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[Infierno] La cruda verdad es que no podemos abolirlo sin hacer que al mismo tiempo se esfume el paraíso. […] paraíso y averno configuran el techo y el suelo de la libertad que somos.
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Pretender que la Iglesia sea una institución impoluta es más o menos tan incongruente como reivindicar que en los hospitales no haya rastro alguno de microbios.
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[Wittgenstein, según Elizabeth Ashcombe, marcó «religión católica» cuando fue ingresado en el hospital antes de morir. Preguntado por qué:] «Me gustaban menos aún las demás opciones». [Juan Arana lo glosa:] Respuesta acaso inválida en otra confesión, pero no tanto en la romana.
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[Algunos] Descreen de Dios porque no lo ven necesario para que sea injusto que no exista —aunque parezca un trabalenguas, la frase es correcta.
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Más idealistas y demócratas resultaron muchos de los que se habían educado bajo el franquismo que bastantes de los que después gozaron una escuela laica y abierta a todos.
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Yo soy tan agnóstico respecto a esa posibilidad [la que defiende Victoria Camps de que puede haber trascendencia sin Dios y espiritualidad al margen de Él] como ella lo es en lo concerniente a Dios mismo.