Calle Estafeta, Plaza del Castillo. El viejo Iruña. El viejo sin el mar. Aturde el frío y la resaca de los dulces artesanos de los días del Adeste Fideles, las mil reposterías de la almendra, y el repiqueteo delicado de los brindis con champán. Tenía que llamarte, pero podría congelárseme la mano si la saco a pasear. La vida es una constante elección para los capitalistas; para los de la bohemia es solo el poema de una constante negación. No a todo, ahora que tu recuerdo está tan lejano en esta ciudad como el bombeo demente de tu corazón.

Las cafeterías de los hoteles. Luces amarillas, noche en el cristal, sillas y sillones, flojos cafés donde bañarse, ancianos ingleses en bermudas en diciembre, fútbol sin sonido ni espectadores, periódicos con cinturón de castidad de madera, y camareras recepcionistas o viceversa. Una morena menuda, manos de porcelana, aplicaciones de citas, y la sombra de un romance en los ojos, demora un té ya frío, relojea, y espera. Hay, supongo, en ella lo que hay en mí. Algo del hostelero soñador de El corazón es un cazador solitario.

«Su local era el único de toda la calle que tenía la puerta abierta y las luces encendida. ¿Y por qué? ¿Cuál era la razón para mantener abierto el local durante toda la noche cuando todos los demás cafés de la ciudad cerraban?», se interroga en la novela de Carson McCullers, «a menudo le hacían esta pregunta, y nunca podía responderla con palabras. No era por dinero» «La noche era el momento», razona, «estaban aquellos a los que de otro modo jamás vería». Y estaba, la última ilusión del corazón magullado, la ilusión sin rostro: «Arrancó uno a uno los suaves y brillantes pétalos, y el último le predijo amor. ¿Pero a quién? ¿A quién amaría esta vez? A nadie. A cualquier persona decente que viniera de la calle y se sentara durante una hora y tomara una copa. Pero a nadie. Había conocido sus amores y habían concluido». La morena parece haberme leído el pensamiento, desiste, y sube a su habitación, y aprovecho el desarme de los últimos clientes para emprender la ruta literaria hacia mi hotel. Pamplona duerme pronto. Pero está el pub de las figuritas de los Blues Brothers.

Hay un vapor extraño en el irlandés. La huella de unos labios rojos en una copa sin dueño, y Lara apura sonrisas mientras cobra consumiciones a los rezagados de la noche de hielo. Tiene ojos de haber soñado mucho y, tal vez, de no haber alcanzado el trampolín de la fortuna. Aún esconde tiempo, en la lisura de las sienes, para bailar antes de desengañarse y convertirse en una atractiva Cioran.

Tras la barra caen las fichas aceitosas de todos los idiotas de la ciudad. A pesar de la experiencia, nunca sabe con certeza si alguna lanza en serio. Hay un tipo de borrachín muy específico de la urbe universitaria española, que flirtea solo en manada alcoholizada, intentando despertar la carcajada de sus beodos de confianza. A veces pincha el globo de algún corazón despistado, amarga la noche a unos ojos pintados con ilusión, pero da igual, nunca lo sabrá. Además, tiene el alma amordazada bajo la planta de un calzado deportivo adaptado para triatlón en países en guerra, que solo le falta llevar en la lengüeta unas hileras de luminosos para que le puedan aterrizar los aviones.

La mujer torea a los cretinos ocultándoles su mejor perfil. Cuando abandonan el bar, su sonrisa profesional se congela. Tal vez contenga las ganas de escupir, como en un viejo drama romántico del Oeste. Al instante, se entrega azarosa al quehacer de la noche; ese momento tan excitante de reponer las neveras. Ni el recuerdo del último chico que asomó al WhatsApp volteándole el corazón, tan solo el lamento pesadísimo de un reguetonero cantando a destiempo que sin alcohol no hay fiesta, cuando tan solo debería estar sonando algo triste de Diego Vasallo.

En El velo pintado de William Somerset Maugham, llega un momento en el que la indiferencia gana la partida. La figura de quien un día nos impresionó se hace brumosa, tan solo se observa con nitidez un nuevo apéndice rojo, es una inmensa nariz de payaso en el rostro del amor olvidado. «Ahora no le inspiraba miedo en absoluto, sino compasión y, al mismo tiempo, le parecía una persona un tanto absurda». No es nada personal, lo sabe, es que su belleza y su extrovertida sonrisa no le han traído más que problemas, y hoy da todo por terminado. «¿Y el futuro? Era curioso lo poco que le preocupaba; no era capaz de representárselo en absoluto», prosigue Somerset, que insinúa que quizá «nunca llegaría a vivirlo».

Dos buenas chicas, con aspecto de acabar de bajarse de un escaparate de Gucci, beben a morro una cerveza cara, como si el precio alterase lo que cualquier caballero antiguo está pensando; qué tristeza dan esas botellas de blancos fríos tan huérfanas, sin su Audrey Hepburn mojando los labios. A ambas, los años de universidad les han truncado el aprendizaje del idioma, cambian de tema—o sea, de chico—a cada segundo, sin escucharse. Presenciar su conversación en algo parecido al español del futuro es como pasearse por una calle de Tokio vestido de chulapo.

La lejanía de su presencia me expulsa del bar. La calle es más fría pero menos invasiva. Tal vez todo haya terminado ya por esta noche y para siempre, y no sea más que aquel personaje de Gente independiente de Halldor Laxness, que más que la complacencia de lo agradable parece buscar solo aquello que no le resulte abiertamente hostil.

Así, «caminaba a solas siempre que podía. En su pecho alentaba una tristeza lírica, un extraño anhelo melancólico». «En esos viajes de otoño», añade Laxness, «cuando caminaba de corriente de agua en corriente de agua, de cima en cima de la ondulada meseta, como si de su senda cruzase el infinito mismo, no había nada que perturbase la orgullosa mirada del poeta. Nada alimenta tanto los dones del poeta como la soledad en las largas caminatas por la montaña. Podía mascullar las mismas palabras hora tras hora, hasta que conseguía reducirlas a poesía. Allí no había nada que apartase la mente de la poesía». Buen lugar donde mecer la memoria.