No debería sorprender a los fieles lectores de Leer por leer que les diga que llevo cinco o seis días saliéndome por las curvas. Tanto que no he terminado de afeitar el libro que me traía entre manos. Las curvas, sin embargo, no han sido menos amenas. Entre ellas, ha estado oír la conferencia de Rémi Brague en el transcurso del 23 Congreso de Católicos y Vida Pública. Su intervención, como suya, tuvo tanto interés y densidad que el barbero tiene materia de sobra para extraer citas que no defraudarían ni al mismísimo rey de Suecia.

 

La conferencia se titulaba «¿La cultura de la cancelación o la cancelación de la cultura?»; y consistió en una advertencia: la cancelación y el derribo de las estatuas no es una curiosidad o una gamberrada, sino el espíritu mismo [maligno, como se verá al final] de los tiempos. Mientras le oía recordé que en Europa, la vía romana había advertido de que íbamos «hacia una musealización progresiva de todo el pasado». Se había perdido la transmisión viva del fuego y sospechaba que sólo quedaría la adoración de las cenizas. Esto es, un Manicomio de verdades. Veinte años después, en la conferencia, constataba que el viento de lo políticamente correcto avienta un polvo al que ya ninguna vitalidad defiende. Pero Rémi Brague, que recuerda en persona a un fornido y pequeño Astérix, sí. Su aldea resiste ahora y siempre al invasor.

 

Las citas esta vez no son todas literales [en azul sólo las que sí] porque apenas podía seguir el ritmo que Brague —quizá fortalecido por una secreta poción mágica— imprimía a sus ganchos y a sus directos, pero las ideas fueron estas:

 

 

Nos resultaría muy difícil encontrar a alguien a quien las masas aclamasen de forma unánime como un ejemplo perfecto de santidad o incluso de una virtud secular. [Porque hay muchos tabúes. Lo que implica que la condena al pasado es global.]

 

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[Leve ironía on] Esta labor no debería circunscribirse únicamente al mundo occidental, puesto que si lo hiciésemos estaríamos adoptando una suerte de mentalidad provinciana llevada al extremo y, más concretamente, esa misma perspectiva eurocéntrica que deberíamos criticar. Cada cultura debería purgar las figuras negativas de su pasado. 

 

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[Sarcasmo on] Una personalidad a la que una cultura A considere un héroe puede representar la encarnación del mal para una cultura B. El humorista francés Alphonse Allais fingía mostrarse sorprendido ante el hecho de que los británicos pusiesen nombres de derrotas a los lugares más dignos de Londres, como la estación de Waterloo o Trafalgar Square.

 

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Existen multitud de utopías retrospectivas. Permítanme mencionar dos de ellas: el sueño de un mundo pagano feliz, tolerante, optimista y, en concreto, libre de inhibiciones sexuales […] Existe otro caso todavía más flagrante: el del paraíso de la coexistencia, o como se la ha llamado en España, de la «convivencia» entre comunidades religiosas en la Andalucía medieval bajo un régimen islámico.

 

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El derribo de las estatuas de los últimos meses tuvo un largo período de incubación. Primero cuando se examinó con un criterio moralista la historia para no nombrar calles o dedicar monumentos a personajes que no pasaran la prueba. Después, cuando empezaron a renombrarse calles y universidades, lo que implicaba ya la extrema violencia simbólica de borrar los nombres. Y así, poco a poco, hasta ahora.

 

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Contra quienes despotrican de la educación clásica como una enseñanza conservadora recordó que clásica fue la educación de Marx, de Freud, de Darwin y de Nietzsche. Hobbes (Leviatán, 1651) advirtió del peligro revolucionario para una monarquía absoluta que entrañaba la lectura de los clásicos, que inspiraban ansias republicanas, como pasó con los revolucionarios franceses de un modo casi mímico.

 

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Como debió darse cuenta Brague que así no nos estaba animando mucho (nada de nada) a defender las lenguas clásicas, cambió de tercio. Recordó que eran materias donde el mérito intelectual del alumno y su trabajo rendían con mucha más igualdad. En otras materias la clase social de la familia del alumno (con más libros en casa y una mejor dicción del idioma materno) tenía un peso decisivo. En latín y en griego, todos los alumnos empezaban de cero. Eran un ascensor social que arrancaba de la planta baja.

 

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Para que no nos diésemos importancia, señaló que estamos en la última fase de un proceso que se inició en la antesala de los tiempos modernos. Con Descartes. Esto de ahora no es más que la espuma de una gran ola.

 

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Salvó de la Revolución Francesa, el sistema métrico decimal y el Código Civil.

 

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En defensa del principio conservador de que las cosas buenas cuesta mucho crearlas, pero poco destruirlas, arboló una imagen tremenda. Para que nazca un hombre hacen falta nueve meses de gestación y muchos años de educación. Para destruirlo basta un abrir y cerrar de ojos.

 

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Hemos de tocar lo que las otras generaciones nos han transmitido con manos temblorosas.

 

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Lenin calculó que un nuevo orden surgiría espontáneamente de las ruinas del antiguo, pero —tras arruinarlo todo— no sucedió.

 

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La creación auténtica nunca cercena el vínculo con el pasado.

 

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No está en juego solamente la cultura occidental, sino nuestra relación con el pasado. ¿Qué tipo de actitud hemos de tomar ante todo aquello de lo que somos producto? Debemos elegir entre condenar o perdonar.

 

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La condenación es una postura satánica. El satanismo puede ser relativamente suave, y tanto más eficiente. Según Satán, todo lo que existe es culpable y debe desaparecer. Estas son las palabras que Goethe pone en boca de su Mefistófeles (Alles was entsteht, / Ist wert, daß es zugrunde geht)

 

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Una civilización inocente no existe más que en los sueños de quienes, pertenezcan o no a ella, la conocen mal.

 

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Nuestra cultura actual está atrapada en una suerte de perversión del sacramento de la penitencia: tenemos confesiones por doquier y queremos que otros se confiesen y arrepientan. Sin embargo, no hay absolución alguna, no existe el perdón, por lo que tampoco existe ni la esperanza de una nueva vida ni la voluntad de tomar sus riendas.