Carmen Herrando ha escrito una pequeña biografía de Pascal que es una lanzadera. Al concentrarse en las circunstancias vitales e históricas del gran polímata francés (matemático, físico, filósofo, escritor, apologeta, inventor, benefactor social…) te crea el ansia irreprimible de leerle en vivo y en directo. He vuelto a mi tomo de los Moralistas franceses. Lo que te crea, a su vez, la necesidad insoslayable de profundizar en su pensamiento, para lo que he repasado el magnífico ensayo de Peter Kreeft, que lo ordena y lo explica: Cristianismo para paganos modernos.

 

Los tres unidos son una fiesta por todo lo alto, pero la biografía de Hernando tiene el primer mérito de cursar esas invitaciones insoslayables. El perfil de Pascal que traza es más humano y más hondo que el de Chautebriand en El genio del cristianismo, aunque éste puede servir de vibrante resumen:  «Hubo un hombre que, a los doce años, con barras y redondeles, había creado las matemáticas; que, a los dieciséis, había realizado el más sabio tratado sobre las cónicas que se había visto desde la antigüedad; que, a los diecinueve, redujo a máquina una ciencia que existe toda entera en el entendimiento; que, a los veintitrés, demostró los fenómenos de la pesadez del aire y destruyó uno de los grandes errores de la física antigua; que, a esa edad en que los hombres comienzan apenas a nacer, habiendo acabado de recorrer el círculo de las ciencias humanas, se apercibió de su nada e hizo girar sus pensamientos hacia la religión; que, a partir de ese momento y hasta su muerte, que acaeció en su trigesimonono aniversario, continuamente enfermo y colmado de sufrimientos, fijó la lengua que hablaron Bossuet y Racine, dio el modelo de la más perfecta ironía como el razonamiento más poderoso; y que, finalmente, en los breves intervalos de sus males, resolvió por abstracción uno de los más altos problemas de la geometría, y dejó caer sobre el papel pensamientos que son tan divinos como humanos. Este genio tremendo se llamaba Blaise Pascal».

 

¿No va a ser cierto el aforismo de Ramón Eder que constata «Los hay que por no exagerar siempre se quedan cortos», si hasta exagerando te puedes quedar cortísimo? Al encomio del vizconde de Chautebriand le falta, sobre todo, la dimensión interior de Pascal, que explora con pulso firme Carmen Herrando.

 

El cardenal Richelieu, más astuto que Stalin, decía que el abad de Saint-Cyran «era más peligroso que seis ejércitos juntos». Este maestro de Port-Royal sostuvo que «hay un espacio como seis pies de territorio de alma, en el que nunca deben poner ni imponer su imperio, ni ser temidos ni canciller ni nadie». Establecía un espacio de radical independencia frente al poder político. Normal que en la Corte se preocupasen. Pascal es un baluarte de esa independencia feroz de la conciencia frente al mundo. Su hermana Jacqueline, monja en Port-Royal, encarnó la actitud de modo ejemplar: «Sé que defender la verdad no corresponde a simples mujeres, pero, por una triste coincidencia, se puede decir que ya que los obispos tienen hoy el ánimo de simples mujeres, las simples mujeres tienen que tener entereza de obispos. […] Y si no nos corresponde a nosotras defender la verdad, nos toca morir por ella y sufrir todo lo que sea menester, antes que abandonarla».

 

La defensa de la verdad de Pascal no conoció descanso en todas las áreas del saber. Muy novelescas son sus polémicas con los jesuitas, con imprentas secretas, papeles anónimos y seudónimos en clave, rodeados de tanto éxito de público como animadversión pública. Fue otro episodio de samizdat, anterior al fenómeno antisoviético que le dio nombre, pero con las mismas características. Los católicos de la Inglaterra isabelina también fueron unos precursores.

 

Pero ni la seriedad de las circunstancias políticas ni la hondura de los temas tratados borraron la sonrisa de Pascal. Tanto que Jean Racine observó: «La jovialidad del señor Pascal ha servido más a vuestro partido [jansenista] que toda la seriedad de M. Arnauld». Fue coherente, porque en la banda de pergamino que llevaba siempre cosida a su casaca y en la que recogía su experiencia mística de la noche del 23 de noviembre de 1654, brillaban con fuerza dos ideas motrices: 1) «Grandeza del alma humana» y 2) «Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría».

 

Entre sus inagotables Pensamientos, el barbero, esta vez, ha escogido estos :

 

 

La sola causa de la infelicidad del hombre es que no sabe quedarse tranquilo en su habitación.

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La verdadera naturaleza del hombre, su verdadero bien, la verdadera virtud y la verdadera religión son cosas cuyo conocimiento resulta inseparable.

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 Academicistas, con espíritu escolar, lo que constituye el tipo de hombres más malvado que yo conozca.

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 A medida que tenemos más inteligencia, vemos que hay más personas originales. La gente vulgar no encuentra diferencias entre los hombres.

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 Qué difícil es proponer algo al juicio de otro sin corromper su juicio por la manera de presentárselo.

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Sólo hay dos clases de hombres, los justos que se creen pecadores y los pecadores que se creen justos. [Ay]

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La vanidad está tan enraizada en el corazón del hombre que un soldado, un escudero, un cocinero o un mozo de cuerda se vanaglorian y quieren tener sus admiradores. Los mismos filósofos también lo quieren, y los que escriben contra ellos quieren tener la gloria de haber escrito bien, y los que los leen quieren gloriarse de haberlo leído, y yo, que escribo, esto, tengo, quizá ese mismo deseo, y quizá los que lo lean…

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¿No habéis visto nunca personas que para quejarse del poco caso que les hacéis os exhiben ejemplos de personas de alta condición que los estiman? Yo les respondería: «Mostradme el mérito con el que habéis cautivado a esas personas y os estimaré igual».

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 Así pues, no nos burlemos más de aquellos que se hacen honrar por sus cargos y oficios, pues no se ama a nadie sino por cualidades prestadas.

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 Cuando se lee demasiado deprisa, o demasiado despacio, no se entiende nada. [Ay]

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 Fugacidad.

Es algo horrible sentir cómo pasa todo lo que poseemos.

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La mente cree de forma natural, y la bondad ama de forma natural, de manera que, cuando no hay para ellas un objeto verdadero, ambas se aferran necesariamente a otros falsos. [No cabe duda de que Chesterton leyó con aprovechamiento este pensamiento; o a Santo Tomás de Aquino: «El hombre no puede vivir sin alegría. De ahí que un hombre privado del gozo espiritual se dirija necesariamente a los placeres de la carne.]

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 Un heredero encuentra los títulos de la casa. ¿Es posible que diga que son falsos y que descuide su examen? [Contra todos aquellos que descartan sin estudio la buena noticia de que somos hijos de Dios.]

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Por lo general, las razones que hemos encontrado por nosotros mismos nos persuaden más fácilmente que las razones que se le han ocurrido a otros.

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El mundo quiere naturalmente una religión, pero dulce.