Hemos de consignar aquí la comisión de un crimen; alguien tenía que hacerlo alguna vez. Está a la vista de todos, por eso no lo vemos. Es un crimen cometido a muchas manos, a través de varias generaciones, y además –lo que lo hace más peliagudo en lo moral– ha sido involuntario, por bienintencionado. Lo diré: somos todos culpables de un crimen de lesa poesía, hemos matado la belleza simple y pura por el procedimiento de repetirla como cliché y venderla como souvenir. Somos culpables de principiticidio.

Querido lector (que ya me conoce), empecemos con mis rollos biográficos: mi tía Nancy, antes de que yo supiera leer (estaría en lo que entonces se llamaba, deliciosamente, “parvulario”) me contaba cuentos. Con los años pude darme cuenta de que eran libros que ella había leído, contados a su manera para mí. Por ejemplo, La historia interminable. He de decir que me causaban pesadillas esas imágenes tan exuberantes; los niños quieren límites, normas, moralejas: la diversión estriba en que, en efecto, al beber la poción el ogro se vuelva diminuto y lo podamos vencer. Historias como la de Ende no son en realidad infantiles, sus psicodélicas ramificaciones y dulces pesadillas son fruto de una mente excepcional, visionaria, y sembraron en muchos de nosotros una como esperanza (de que la maravilla existe en algún lado oculto) para siempre jamás. Pero en su momento produjeron más pesadillas que cenar en un asador donostiarra. Yo me despertaba, empapada la cama de sudor, con imágenes de Ártax hundiéndose en las arenas movedizas. Pero eso es otra historia, y tendrá que ser contada en otro artículo.

Otro libro que mi tía me contaba (o leía) era el que hoy nos ocupa. Recuerdo la edición de bolsillo de Alianza (“con las ilustraciones del autor”), y recuerdo también que nunca tuve claro de qué iba la trama, qué narices es lo que sucedía. Solo recuerdo –y ese sabor me ha acompañado siempre– la leve tristeza, típicamente azul, que me producía el libro. Por algún motivo, ese niño rarito y rubio que preguntaba cosas imprevistas me dejaba una incómoda sensación melancólica. Tuvieron que pasar muchos años para entenderlo. El niño de la historia no es un niño de verdad, que enreda con el motor del avión, se impacienta porque le entra hambre, repite lo mismo veinte veces y quiere irse a comprar chuches. No. Este es una especie de sabio inocente, de prístino interrogador por los misterios de los hombres y, claro, eso normalmente se hace antipático. Sin embargo, no es el caso, y el éxito de El Principito es universal.

 

 

Motivos de la principitofilia

 

En primer lugar, es un libro muy breve. Cuando les preguntan qué libro les gusta leer a las Miss Universo (que, curiosamente, siempre son de La Tierra), o a los futbolistas, responden: “biografías”; al igual que, cuando hablan de qué estudian, las misses dicen “idiomas”. El Principito es el primer libro en el ranking de respuestas a “¿Cuál es tu libro favorito?”, y sucede, en gran medida, por su brevedad. La expresión “me he leído un libro” es algo que viste mucho, pero no tiene nada que ver haberse leído El Principito con Los Pilares de la Tierra. En segundo lugar, el librito es un apretadísimo ramillete de citas, de aparente profundidad y sensibilidad exquisita. En tercer lugar: tiene dibujitos. Eso hace que su popularidad haya viajado por los universales e invasivos canales del merchandising, adorne las paredes de tantos dormitorios infantiles, tazas, camisetas, carpetas y hasta lencería fina con el asteroide de las narices y el muñequito y la rosa y el zorro.Y en cuarto lugar, en relación con el segundo: ni siquiera hace falta haberlo leído. Sólo hay que haber pasado suficiente tiempo navegando por Facebook, Instagram o Twitter para casi sabérselo de memoria a base de cartelitos con citas y dibujos. Juro que estoy a un “lo esencial es invisible a los ojos” de salir a la calle, e ir de librería en librería quemando Principitos. Qué hartura de pringue sensiblera y fotos almibaradas.

 

Ciegos a la belleza

 

Bueno. Ya me he desahogado. Si por algo me irrita tanta porquería mercadotécnica, si tanto me estomaga esta industria de la cursilería universal, es precisamente por lo que apuntaba al principio: porque nos ha hecho ciegos a la belleza. Si cada vez que abriéramos la nevera sonara la melodía de la Sinfonía 41 de Mozart, al cabo de los años odiaríamos a Mozart, sin culpa ninguna por su parte. Algo así nos sucede con este librito. El cómico Quequé ha convertido en un gag recurrente el odio a El Principito; desconozco si hay algo de verdad, o es pose y actuación, pero el chiste funciona a la perfección. Han conseguido que le cojamos asco a la delicada belleza, al sutil entramado de sentido y misterio que tienen esas breves páginas de Saint-Exupery. Pero la cita desguazada, puesta en un cartelón hortera, no es poesía, no sustituye al capítulo completo, y ni siquiera lo representa con justicia. Cuando decimos “si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, empezaré a ser feliz desde las tres”, sentimos una justa retribución emocional, porque el pensamiento (en una hipérbole sencilla) es hermoso, aunque también muy simplón. Pero la página en que está, la conversación completa con el zorro, en ese casi imposible equilibrio entre la simplicidad infantil y la profundidad simbólica, ahí está la maravilla. Hay un tono preciso, principitesco, que alberga poesía de la buena y alimenta mucho. El propio final abierto, y el desconocido origen del protagonista, son parte de este encanto universal. Pero nos lo han cegado, lo han apagado con una montaña de peluches y pósters. De cada tres bios en Tinder, una termina con “si no aportas, aparta”, otra con “carpe diem”, y otra con “lo esencial es invisible a los ojos”. En fin.

Por último (por penúltimo) he de hacer una confesión. Cuando estuve en París, por supuesto que visité la tienda oficial de El Principito, en el barrio latino, no muy lejos de Shakespeare and Company, y compré chorraditas para mis hijos y para la casa. Y me encantan esas figuras enormes del niño en el avión, o el zorro de peluche, o la boa con el elefante dentro (y una cremallera para sacarla), y el corderito, y el asteroide de cartón piedra para colgar del techo. Me encantan todos esos chismes. Pero es que a mí me gustaba El Principito desde antes, y he podido vivir el fenómeno fan con limpieza de corazón, sabiendo que no tiene que ver con la literatura, igual que tengo Darth Vaders y Skeletors y un Delorean de juguete (y algún día tendré uno de verdad).

En el fondo, y pese a todo esa montaña de merchandising y fenómeno fan posterior (que Saint-Exupery, Dios lo tenga en su gloria, no podía imaginar), El Principito es un libro minimalista. Su prosa es una poesía simple, tan menuda y descalza que puede pasar por artificialmente sencilla; pero no lo es, sino que de verdad hay un corazón vivo de pura poesía dentro de sus páginas. Lo que sucede es que, para acceder a ella, a esa poesía, tenemos que hacernos como niños, para pasar por la puerta angosta. Como si entráramos en un Imaginarium por la puerta buena, y nos olvidáramos del mundo, las citas cursis, los carteles de Facebook. Exactamente así de ridículos, sin importarnos nada lo que piensen los demás, con impaciencia por encontrarnos con la maravilla y la vida, así hemos de entrar en este librito enorme. El último dibujo del autor son dos líneas que se encuentran, ligeramente curvadas, y un garabatito arriba, representando un horizonte desértico y una estrella, y el texto reza: “este para mí es el más hermoso y más triste paisaje del mundo”, señalando la ausencia del protagonista. Ahí está condensado su minimalismo, casi japonés, y su desnuda belleza.