El amor, ah, el amor. Esa ardiente y también oscura pasión, que es, como la vida misma, un poco de todo: rayo que no cesa hernandiano, a veces; cenizas (mas con sentido), otras; la ducal necesidad de su mirada, casi siempre. Jardiel nos recuerda que se escribe sin hache y Miguel d’Ors advierte: el amor cambia el Universo, desata un futuro. Provoca guerras, causa muertes, “de allí puede salir la Toccata y fuga en re menor”, o un Stalin (qué susto) o Teresa de Calcuta. No lo tomemos a broma. Vamos tarde, lo sabemos: celebramos San Valentín hace un mes y ya no pega volver sobre ello, pero en el refugio de Tiffany’s tienen su casa todo el año el mártir y Cupido, y creemos que merecen un agasajo. Son los invitados de honor, y Dios quiera que no se nos vayan, porque, qué sería de nosotros, del mundo, sin los enamorados, sin esos chispazos de ilusión, esos extraordinarios poemas y canciones inspirados por Eros. Está claro, esta vida sería la imagen misma de la tristeza. Y, no, no, no queremos vivirla así. Bien lo supo Earl Derr Biggers, y quizá por esta razón quiso dejar atados (y bien atados) los asuntos del cuore de uno de sus personajes y no se le ocurriera otro título para su más romántica obra que “Seguro de amor”. En efecto, allí combina mariposillas en el estómago y pólizas a todo riesgo. Y más: joyas, cócteles, la Florida hispana, ricachones gringos, yates, nobles decadentes y un sinfín de idas y venidas. Vamos, un auténtico enredo.
El terror de Broadway
Aunque Biggers (1884-1933) nació en Warren (Ohio), concedemos a nuestra atrevida intuición el beneficio de la duda y aventuramos que sus antepasados se asentaron a orillas del San Antonio (hoy Hudson). Sólo así se explica que un muchacho criado junto a los grandes lagos y cuyos contactos con el lujo no tuvieran nada que envidiar a los de cualquier chico de la costa Este hiciera de Manhattan su hogar y refugio; y de Broadway, su hábitat natural, fuera de donde se sentiría hasta incómodo.
Sin embargo, su llegada allá, allá por 1908, no fue pacífica, precisamente. Al principio, nuestro autor era temido por todo el Theatre District, porque, como crítico de la escena que era, curtido en la mordaz revista Harvard Lampoon, no dudaba en asaetear si hacía falta con sus afiladas palabras a cualquiera que hubiese tenido participando en una obra de su disgusto, que, por cierto, no eran pocas. En parte, le comprendemos: eran años en los que los Estados Unidos se estaban forjando como gran potencia, con una pujante industria dominada por unas clases altas que miraban a la cara a los burgueses y aristócratas europeos (y les mantenían la mirada). El puerto de Nueva York ya se había convertido en el más importante del mundo. Inventores como Edison o los hermanos Wright cumplían los sueños de los norteamericanos, dándoles luz y haciéndoles volar. Todo lo que en este país sucedía era digno de ser contado y escuchado. Riadas de inmigrantes cada vez más caudalosas desembocaban en este nuevo océano de oportunidades. Un país con esa ambición, está claro, no podía permitirse el lujo de consentir que en sus escenarios se representaran obras mediocres. En realidad, las salvajes críticas de Biggers eran un ejercicio de patriotismo.
Pero, a lo que íbamos: “Seguro de amor”. Fue la segunda novela de nuestro autor tras el rotundo éxito que tuvo su opera prima, “Seven Keys to Baldpate” (1913), todavía pendiente de traducir al español. El hiperactivo productor George M. Cohan, apodado “el dueño de Broadway”, se fijó en ella y la adaptó, con algunas arriesgadas innovaciones, a las tablas. ¿El resultado? Juzguen ustedes: 320 representaciones en el Astor Theatre, su exportación a Chicago, varias versiones cinematográficas y un público entregado, que pedía más al creador de la historia, un atónito Biggers. Ante la evidencia de que tenía buena pluma, o al menos, una que ataba a los neoyorquinos a sus libros y a las butacas, siguió escribiendo.
Rumbo a Florida
Y al año siguiente, en 1914, publicó “Seguro de amor”. Si en “Seven Keys to Balpate”, Biggers recomienda a sus lectores varones “mantenerse lejos de las mujeres que lloran” para ahorrarse problemas, al protagonista de su segunda obra le encomienda la misión de no alejarse de una señorita de armas tomar (“cuando se trata de manejar a una mujer, la Providencia necesita ayuda”). Dick Minot recibe una extraña tarea de sus jefes, propietarios de la compañía de seguros Lloyds en Estados Unidos: asegurarse de que el inglés Lord Harrowby se casa con su prometida, la riquísima Cynthia Meyrick, hija de un magnate petrolero que le va a dar al empobrecido heredero del conde de Raybrook una vida regalada y suntuosa. No obstante, el novio no debe fiarse demasiado, y por si acaso, suscribe una póliza de seguros, digamos, curiosa: si la boda no se celebra por un motivo del que Harrowby no sea culpable, recibirá 75.000 libras de Lloyds. Dick Minot será el encargado de velar por los intereses de la aseguradora y de que el enlace se celebre. Pero (siempre hay un pero), hete aquí que el pobre Dick se enamora con locura… precisamente de Cynthia Meyrick. Se inicia entonces la maquinaria dramática, que recuerda a la lopesca, de los dimes y diretes, con giros en la trama y sucesivas sorpresas que mantienen la tensión hasta el fin.
Biggers es conocido por su personaje más famoso, el detective chino de Honolulu Charlie Chan, pero el personaje terminó dándole más quebraderos de cabeza que otra cosa. Disfrutó más con “Seguro de amor” y en parte, por eso a ella nos dedicamos. Una obra que nos parece muy original por la combinación del autor de variadísimos elementos. La historia es la de siempre: un hombre y una mujer se enamoran, pero ésta es una relación imposible, desviada por innumerables entuertos que ambos han de enderezar. Sin embargo, a los ingredientes básicos Biggers le añade otros bien jugosos, costumbristas, y dejan como resultado un estupendo cuadro de la época. El que más nos gusta es, sin duda, el azahar, flor característica del estado más florido de la Unión.
Porque, aunque la trama comienza, cómo no, en los rascacielos de Nueva York, enseguida llega el sabor hispano, cuando nos trasladamos a San Marco. Allí deben casarse Lord Harrowby y Cyntia Meyrick, para disgusto de nuestro héroe, Dick Minot. El triángulo amoroso es rocambolesco y se va embrollando conforme avanza la novela, siempre bañada por la brisa del Atlántico y salpicada de palmeras, criados negros y automóviles tan lujosos como los Packard, que bien conocía Biggers desde su infancia en Ohio.
Además, nuestro autor va haciendo continuos guiños a la marcada hispanidad de la península, y aunque no se libra de algún tinte negrolegendario, que algún fallo tenía que tener, abundan las continuas referencias a Juan Ponce de León, descubridor de Estados Unidos y conquistador de la Florida, a quien se le atribuye, sin fuentes documentales que lo atestigüen, la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, y a la que Biggers alude con frecuencia, cosa que nos provoca ternura: no en vano, nuestro amigo, desde joven, padeció una larga enfermedad (los nervios le traicionaron demasiadas veces) y tuvo que pasar largas temporadas en el trópico para recuperar la salud. Aun así, como dicen que le ocurrió a Ponce de León, no dio con el secreto y falleció prematuramente, a los 49 años, en Pasadena (California).
O mi deber, o yo
Y así, entre paseos nocturnos a la luz de la luna por las ruinas de los fuertes españoles, entre pintorescas viviendas encaladas en cuyas entradas cuelgan letreros escritos en español y ya en 1914 se venden souvenirs para los turistas, Dick Minot se debate entre dos alternativas igual de poderosas: cumplir con su deber, establecido en el momento en que estrechó la mano de sus jefes y prometió que Cynthia Meyrick sólo abandonaría a Lord Harrowby por encima de su cadáver; o seguir los impulsos de su corazón, perdidamente enamorado de la propia Meyrick desde que compartió con ella un descacharrante viaje en tren y automóvil de Nueva York a San Marco.
Sabemos que nos crearemos enemigos, pero nos cae mucho mejor Minot cuando decide cumplir con su palabra y no hacer lo posible para fastidiar una boda donde, pese a que se ha asegurado el amor, éste brilla por su ausencia en pro del interés (monetario y social). El pobre lo pasa fatal y acaba agotado, porque Biggers idea mil piruetas para poner en riesgo la boda y obligarle a retratarse: el yate donde debía viajar a Florida zarpa sin él, el impresionante collar de perlas de la familia Meyrick desaparece misteriosamente en medio de una cena de alta sociedad de San Marco animada por una alegre orquesta; un entusiasta publicista, que es la expresión “tormenta de ideas” personificada, la toma con Harrowby y está decidido a destruir su imagen con los más innovadores medios de propaganda de entonces… Pues bien, en cada episodio, nuestro héroe, librando una durísima y desesperante lucha interna, termina abrazando cada vez la bandera del honor y la fidelidad al cumplimiento del deber y deja a un lado todo lo demás. Si tuvo recompensa o no esta manera de proceder, es otra historia. Deberán leer el libro, editado por Alba, en la colección Rara avis, para averiguar qué ocurrió con la dichosa póliza.
Pero lo mejor de la novela, para nosotros, es su estilo: el autor nos consigue despistar gracias a su escritura tan ligada (cómo se notan la escuela y la afición) al teatro: a veces dudamos del género estamos leyendo, porque casi echamos en falta las acotaciones y concebimos los capítulos como escenas o actos. De hecho, cuando llegamos al término de la obra, sólo nos falta cerrar el telón entre ovaciones. Y estamos deseando plantarnos en Miami o en Nueva York, y visitar Broadway, aunque posiblemente la capital del género le sería irreconocible a nuestro Biggers. En el cielo, al que llegó demasiado pronto, estará escribiendo sin parar disparatadas comedias como “Seguro de amor”. Es lo único de lo que estamos seguros.