Nueva York y Moscú. Manhattan y San Petersburgo. La influencia de Fitzgerald y la de Tólstoi. Los locos años previos a la Segunda Guerra Mundial y los días posteriores a la Revolución Bolchevique. Trayectos en trineo, arrebujados en abultadísimos abrigos de piel mientras la nieve cae suavemente y en silencio; y delirantes carreras por la Quinta Avenida, frenando bruscamente en los semáforos entre ensordecedores toques del claxon. Valses bajo las luces de las lámparas de araña, entre los dorados botones de los uniformes de los húsares y los delicados encajes de los vestidos de las princesas petersburguesas, al compás que va marcando la orquesta; o el loco ritmo del jazz, que hace vibrar un lujoso piso de igualmente lujoso edificio del Upper West Side, envuelto en el humo de cigarrillos caros y lleno de cócteles, muchos cócteles, y todos muy cargados. Entre estos dos ambientes tan distintos se sabe mover el escritor Amor Towles, cuya versátil pluma, si bien cambia bruscamente de registro, tiene siempre, eso sí, un acusado interés por todo lo refinado.
Todos quieren al conde Rostov y a Katey Kontent
2020 nos trajo nuevos personajes literarios, y de todos ellos, uno de los más queridos es, seguramente, Aleksander Ilich Rostov, protagonista de “Un caballero en Moscú” (2016). Es la segunda novela de Towles (Boston, 1964), con la que ha conseguido que en todo el mundo, incluida en nuestra España, hasta el más endurecido lector haya caído rendido a los pies del conde gracias a sus encantos. Porque, otra cosa, quizá no, pero el noble ruso derrocha gracia a manos llenas, pese al injusto trato al que se ve sometido por parte de los bolcheviques, primero, y de los soviéticos, después. Es más: Towles se sirve precisamente de los modos casi inhumanos que gastan con él para movernos a la compasión y a la ternura, e incluso, a la imitación. Puede que el gran éxito del libro esté en que, cuando uno lo acaba, desea parecerse un poco a Aleksander Rostov.
El ruso atrae por sus muchas virtudes, que se advierten desde la primera página de la novela. Si un miembro del tribunal que le juzga se ríe de sus medallas, el noble, digno y valiente, le reta a un duelo; si le condenan a arresto domiciliario de por vida, él, magnánimo, sonríe; si, en su nueva celda, le obligan a desprenderse de muchas de sus posesiones, no duda en incluir en su equipaje las botellas de buena coñac que observan con ansia los soldados que le vigilan; si a un caballero como él, que no ha tenido ninguna ocupación en su vida, le obligan a trabajar de camarero, eleva a la condición de arte la tarea de vestir la mesa, de acertar con la colocación de los invitados a una cena y de descorchar la mejor botella de acuerdo con el plato elegido, mostrando siempre una sonrisa que a ellas las deja sin aliento y, a ellos, les desconcierta.
Muy distinta pero igualmente amable es la personalidad y la actitud de Katey Kontent, una neoyorquina hiperactiva decidida a exprimir su juventud un año antes de que el mundo se meta de nuevo en una horrorosa guerra. Es la protagonista de la opera prima de Towles, “Normas de cortesía” (2011), la incursión literaria tras la cual el autor abandonó definitivamente las finanzas y se dedicó por completo a la literatura, entre los efusivos elogios de los Obama o Bill Gates, nada menos.
Como decíamos, Katey Kontent, tras una alocada despedida del 1937 junto a su amiga Eve Ross en los alrededores de Times Square, conoce a Tinker Gray, niño bien de la alta y mimada sociedad neoyorquina que, para finales de los treinta, ya ha superado con creces en derroche y alegría a la europea. De hecho, son los carcamales del otro lado del Atlántico quienes imitan las últimas modas, venidas ya desde la Costa Este. Y las dos amigas, tras comprobar la estupenda calidad de las prendas de Gray, se deciden a cultivar una amistad tan seria como frívola con el pobre chico.
A partir de entonces, los tres se mueven de acá para allá por Nueva York siguiendo la sucesión de escenas y diálogos casi absurdos que les impone Towles para nuestra diversión y su agotamiento, porque llegan a estar casi, casi, al borde de la muerte con sus frenéticas y exageradas diversiones. Pero el meollo de la historia está, si hemos entendido bien al escritor, en el acelerado aprendizaje que hace Katey de las llamadas normas de cortesía que dan el pasaporte a los mediocres para ingresar en los selectos ambientes de gustos caros. Unos códigos de conducta que no se aprenden en ningún manual, o no sólo, sino que se asimilan, simplemente, viviendo. La Kontent es una finísima observadora, muy lista e inteligente y, quizá más importante aún, de muy buen corazón. Así, extrae al vuelo las enseñanzas de cada conversación, de cada mirada de soslayo, de cada gesto de sus compañeros, sin las pretensiones de su amiga Eve. Ella, sin pudor ninguno, avanza como un elefante en una cacharrería, desacomplejadamente, hasta que la fuerza de las circunstancias le frene el rumbo. Nosotros, personalmente, nos quedamos, como a lo mejor pretende Towles, con Katey, más sagaz y enterada.
Aunque Rostov y Kontent son muy, muy diferentes, no es raro que las actitudes del uno y la otra despierten la más profunda dulzura en los lectores (nosotras, no nos engañemos, nos enamoramos perdidamente del conde Rostov), amén de buenos sentimientos. Con personajes como el aristócrata ruso y la mecanógrafa de Nueva York, uno recupera la fe en la humanidad, convencido de la bondad intrínseca que acompaña, en principio, a todo ser humano.
La elegancia discreta pero rebosante
Por otro lado, nos encantan especialmente Rostov y Kontent por otro motivo. Se trata de una cualidad que ambos tienen muy interiorizada y a la que Towles sabe sacarle mucho partido, dando fe de la vasta experiencia del autor, más allá de materias académicas: el buen gusto. Su sentido de la estética. Su innata atracción por lo bello. Su rechazo, aunque sólo sea interno, por lo vulgar. Nos explicamos: más allá de la elegancia natural de sus caracteres, cosa muy común entre los seres humanos, se aprecia en ambos personajes, y sobre todo, en el conde, algo distinto que no es tan habitual. Y que no es simple frivolidad, que también.
Supo plasmarlo, pensamos, con maestría, en “Un caballero en Moscú”: “El conde no tenía carácter para la venganza; no tenía imaginación para la épica; y desde luego carecía de un ego fantasioso que soñara con el restablecimiento de un imperio. No. Su modelo para dominar las circunstancias sería otro tipo de cautivo completamente diferente: (…) el conde mantendría su resolución dedicándose a los asuntos prácticos. Tras renunciar a los sueños de un rescate rápido, los robinsones del mundo real buscan cobijo y una fuente de agua potable, aprenden a hacer fuego con pedernal (…) y mientras tanto, vigilan el horizonte por si ven aparecer velas en él y buscan huellas en la arena. Con ese objeto, el conde (…) había recibido la visita de dos mensajeros: un joven de Muir & Mirrielees que le llevó unas sábanas lujosas y una almohada cómoda, y otro del pasaje Petrovski con cuatro pastillas del jabón favorito del conde”: así, con ese estilo, afronta un caballero como el que imaginó Amor Towles un encierro carcelario tan injusto como desasosegante.
En otras palabras: el conde distingue perfectamente qué es lo bello y sabe apreciarlo, aunque se trate de algo tan inútil como las pinzas para servir espárragos, la caza del zorro (¿qué necesidad tenemos los humanos de organizar semejante tinglado para eliminar a las raposas, en lugar de acciones mucho más prácticas como tenderles trampas en sus madrigueras o envenenarlas?), las obras de arte, la buena cocina o los Bentleys que tanto emocionan a Katey Kontent.
Tiene mérito, pensamos, que Towles sea capaz de transmitir este fino gusto de sus personajes, sin ser esta cualidad la más importante, aparentemente, aunque, a medida que van avanzando los libros, descubrimos, poco a poco, que, en efecto, la estética tiene mucha importancia en las historias que nos está contando. Y nos devuelve, de nuevo, esa fe en la humanidad de la que hablábamos antes. Porque, si alegra comprobar que la bondad es connatural a todos, aunque a veces brille por su ausencia, no lo hace menos darse cuenta de que también la belleza es universal. La belleza en las miradas, en los modos de moverse, en los vestidos, en las proporciones de un objeto, en una mesa bien puesta, en la manera de abrirle una puerta al acompañante. Y eso (gracias, Towles, por mostrarlo), es todo un alivio.