Haruki Murakami cumplió sesenta y nueve años (ahora tiene setenta y uno) volviendo a su afición primordial, que es la de poner música, hablar de música, y sentirse usamericano del siglo XX, todo tópico y boulevard del jazz y The Beatles y montañas de discos de vinilo alrededor. Es decir, décadas después de haber regentado un club de jazz, se hizo DJ de una emisora de radio, actividad cool y solitaria por antonomasia con la que, según él, experimenta un placer físico. Atrás quedan años y años de ser candidato extraoficial –no hay listas de finalistas en la Academia– para el multicultural y pendulante Nobel (ora un disidente chino, ora una activista lesbofeminista), y su jubilación dorada de escritor millonario se presenta así: dulce, apacible, rutinaria, inalterada. Como su literatura, en gran medida. 

 

Este año tampoco le han dado el Nobel, y está bien que así sea. Está bien porque, además de poder decir siempre por estas fechas “el año que viene en Jerusalem” (quiero decir, en Estocolmo), lo que otorga una tensión de “ya, pero todavía no” a su carrera, también nos permite a los indecisos seguir pensando en si lo merece o no. Por un lado, está claro que sí, pues ¿no lo han recibido autores que nos parecen escuálidos, pigmeos (si se puede decir todavía pigmeos como insulto), haciendo sudar a los redactores de Cultura, que se preguntan quién demonios es el premiado? ¿No se lo dieron a Bob Dylan, extendiendo la categoría de Literatura a las letras de canciones? Así las cosas, Murakami lo merecería de largo, y los millones de lectores que lo veneran se sienten decepcionados año tras año, como españoles recibiendo a la Selección caída en cuartos (antes del año –y del beso– Casillas-Carbonero, claro).

 

Frikismo y cultura pop

Pero, por otro lado, tenemos nuestras reservas. Conozco a mucha gente que, tras la extensión del frikismo y la cultura pop entre las clases medias y consumidoras, empezó a sentirse autorizada para aficionarse al manga y apuntarse a japonés en la Escuela de Idiomas. Paseaban cuadernos con sus prácticas de kanji y nos explicaban, pedagógicos, las diferencias entre hiragana y katakana. Invariablemente, tenían un jardín japonés en miniatura en su salón, –rastrillito y piedras–, y hacían descalzarse a las visitas a las que infligían su maki-sushi de cursillo acelerado. No era infrecuente verlos pasear con su volumen de Tusquets de Murakami bajo el brazo, en el metro, en la oficina y, en cuanto nos descuidábamos, ponían los ojos en blanco al hablarnos de la sensibilidad extrema y delicada del autor. Insistían en que lo leyésemos, con vehemencia más ibérica que nipona, como esos que insisten en la dieta disociada o las virtudes del pilates para fortalecer el suelo pélvico. ¿Cómo no hacerles caso? No podemos negar que uno se siente especial al leer a un autor japonés, como más moderno y curioso, y además Tusquets tiene un catálogo que incluye verdaderas joyas. Así que nos pusimos a ello, con expectativas altas y con la humildad de quien de Japón sólo conoce lo que Bill Murray en Lost in Translation: los karaokes, las luces de neón, y los pelos color de rosa de sus sonrientes bellezas de Pornhub. 

 

¿Qué encontramos al entrar en este mundo? Algo, paradójicamente, genuinamente japonés: un anhelo por ser occidental, por ser pop: pantalones vaqueros, títulos de canciones, sexo casual, soledad, introspección, nihilismo de salón. Y esa autoindulgencia del escritor que se permite ser “surrealista” (signifique esto lo que signifique) traspasando los códigos de una narración de corte realista y, repentinamente, situándonos en un mundo paralelo dislocado y febril. No obstante, si Borges, hablando de Stevenson, decía que la cualidad que más apreciaba en un escritor era el “encanto”, en Murakami encontramos algo que podríamos llamar “smoothness”: la cualidad de una tela grata al tacto, de un sillón proclive al novelón, de una tarde de lluvia sin móvil y música de fondo a la que no prestamos mucha atención, y en la que los pensamientos se encaminan a un paseo divagatorio y lento. Murakami quiere ser Raymond Carver, con escenas de interior mudo o personajes lacónicos y perdidos, pero le asoma un espíritu muy diferente, muy lleno de calma, de baño de agua caliente y masaje Shiatsu para el alma. Profesa la devoción por lo occidental, pero le falta el nervio. No puede ser Paul Auster, (aquí puedes leer el artículo dedicado a Auster), pero es Murakami: esa tensión entre la transparencia del monte Fuji en las acuarelas y la querencia de solo de trompeta en la humareda de Cotton Club. En ese viaje de ida y vuelta, en ese querer ser pero ser lo que se es, es donde se desenvuelve su literatura, y los aficionados querrán siempre más, pero que no se engañen: Murakami es tan americano como gitano El Cartero de Osaka: suena de maravilla, pero es un ropaje adquirido, una voluntad de estilo. 

 

 

 

Treintañeros eternos

Sus personajes que rozan la treintena y se sienten perdidos en la vida son quizá la columna central de su obra: “Es como si a esa edad nos diéramos cuenta de que esa vida es la nuestra. Ese proceso de apropiación me intriga. Uno no es tan joven ya, pero tampoco viejo. Es libre y vulnerable a la vez”, diría en una entrevista en El País. Quizás aquí radica el atractivo de sus personajes, porque ¿quién no se ha sentido así en la crisis de la edad? Pero también en pequeños detalles cotidianos, en los que se demora, y también, cómo no, en el sortilegio que supone para un español que el protagonista se llame Toru Watanabe y no Federico Sánchez. Recuerdo estar asistiendo en el hospital a un enfermo y comprar en la tienda de la recepción un ejemplar de «Hombres sin mujeres»: al blanco aséptico de las largas tardes le imprimía color ese protagonista llamado Tokai (siempre quise una guitarra Tokai). Placeres menores, mínimos consuelos. Pero algo así es la literatura de Murakami, en parte. Sabores delicados, matizados, sin el picante de la pasión ni la sal de los giros inesperados, pero con un poco del aroma de las cosas que más nos gustan. Por ello, me gustan más sus relatos, o las novelas cortas, que los novelones en dos tomos: lo susurrado antes que lo declamado, el discurso breve y como si no pasara nada (al estilo de su adorado Carver) antes que el centón de páginas para consumir.

 

 

El problema del Nobel sí, Nobel no, es que muchas personas sólo entienden el Arte, (y, aún peor, la vida) como un semáforo binario en que un libro, o es sublime, o es una pérdida de tiempo. Esas personas se pierden muchas felicidades, que les aguardaban agazapadas en las vueltas del aurea mediocritas. No en vano, Epicuro es el filósofo del jardín, no de los palacios.

 

“Es la vida y quiero saber cómo sigue, qué va a pasar conmigo. Me entusiasma“, concluye Murakami en la citada entrevista. Tal vez lo seguimos leyendo como seguimos yendo a ver la peli anual de Woody Allen: no esperamos lo sublime, pero agradecemos lo bueno, y nunca sabemos dónde saltará la liebre. Yo seguiré leyendo los libros de Murakami por la misma razón.