Un poso supersticioso hace que cuando recibimos un libro de poemas que queremos que nos guste mucho nos temamos lo peor. Quizá sea un hedonismo maquiavélico, porque la decepción del prejuicio, de llegar, será euforizante. Yo quería que me gustase el libro de Carlos G. Munté, me temía que no y me he llevado la sorpresa de que sí.
Escribe suelto (véase la solapa), fiel a sus maestros Karmelo C. Iribarren y Ape Rotoma (véase la contracubierta, donde Rotoma escribe un breve texto estupendo), pero eso no le quita una gran preocupación artesanal por el oficio. Lo demuestran los minuciosos poemas dedicados a las distintas teclas del procesador de textos. También tiene en cuenta las lecciones de Jaime Gil de Biedma («una copa de más o de menos/ puede marcar la diferencia entre convertirle a uno en poeta o en poema») y me encantaría que las de Javier Almuzara, cuyo recuerdo me ha despertado Munté en varias ocasiones. No hay mejor señal. Por ejemplo, aquí, en esta «Última parada» tan almuzariana: «[…] si la vida siempre se abre camino es sólo porque ansía llegar cuanto antes a su destino».
También le he escogido un poema para mi proyectada antología El vino bueno; pero esto no es un reseña, sino una entrada de mi diario, y yo venía a agradecer, más allá del libro, un aforismo que ha escrito Munté (poeta y aforista, tanto monta, monta tanto) que ha traspasado la barrera del gusto literario, para incrustarse en mi memoria como la correcta expresión de una realidad vivísima. Una frase que me acompañará siempre, con su precisión casi científica, con su toque justo de elegía, con su vuelo de gracia, con su disimulada y efectiva redundancia, con su estoicismo firme… Vedla:
EDAD
siempre entendí la palabra edad como la abreviación natural de la palabra brevedad.
Yo no lo entendí siempre. Después de habérselo leído a Munté, no me explico cómo no lo pude ver antes. Sé que lo voy tener claro de ahora en adelante.