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un blog de enrique garcía-maiquez

Mi canción favorita

[En la revista Magnificat he tenido el privilegio de glosar mi poema favorito:]

En una entrevista, Gonzalo Altozano me situó en Fahrenheit 451, la distopía de Ray Bradbury, y me preguntó qué poema memorizaría yo para salvarlo de la quema de libros. Lo tenía fácil: el «Magníficat», que es mi poema favorito, como había escrito en mi tercer libro, Casa propia (2004) para ponerlo bajo la protección de la Virgen María a lo Gonzalo de Berceo: «Oh tú, la más mujer y entre todas bendita,/ tú que hiciste el Magníficat, mi canción favorita,/ déjame en estas páginas, tú que puedes, escrita/ una pequeña chispa de la luz infinita».


Se lo pedía a la Virgen como un hijo devoto, pero también como un colega, de poeta a poeta. Ella desde luego lo es, como demuestra la extraordinaria hechura literaria de ese canto esplendoroso. Verdad que sólo nos ha dejado un poema, pero tan redondo y logrado que resulta inagotable. Además, un poema excelente es más de lo que muchos hemos conseguido nunca. Te gana el derecho al silencio. A partir de ahí, se pueden guardar todas las cosas en el corazón.


Las circunstancias que lo rodean son preciosas. La reverencia —además del amor— a su pariente Isabel está clara. Corre a ayudarla. Su marido es un sacerdote de Israel e Isabel pertenece a la familia de Aarón, nada menos. Tuvo que sorprender vivamente a María el recibimiento a voz en grito de su ilustre prima: «Bendita tú entre las mujeres […] la madre de mi señor […] bienaventurada». Esperaría, por supuesto, una bienvenida cálida, pero no esas veneraciones en alguien tan venerable. Lo interesante es que no dice que no ni baja la mirada ni siquiera se contenta con darle la razón, sino que exclama que sí, que por supuesto es bendita y bienaventurada. Entonces entona el Magníficat, el poema que salta de alegría en el seno de la historia.


En María, que afirma «la humillación de su esclava», no hay falsa humildad. Recordemos que cuando la Anunciación, «se turbó al oír esas palabras» del Arcángel, tal y como se percibe en sus tímidas respuestas luminosas. Pero de la Anunciación al Magníficat podemos palpar cómo ha calado en su espíritu su oración. Ya no hay dudas ni preguntas, todo es gozosa afirmación. En las palabras del Magníficat percibimos grandes emociones, ninguna turbación. Por sus frutos poéticos, la oración de María. Ya no hace preguntas, como la que hizo al arcángel Gabriel. El «Hágase en mí según tu palabra» de hace unos días se ha hecho ya palabras entusiasmadas en el canto ante Isabel.


Una fiesta de palabras que se cantan. «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» es fe, y no vanidad. Cree en la palabra, cree en la encarnación. El poema es el atisbo más poderoso del corazón de la Virgen. Todas las generaciones la felicitarán, aunque el motivo sigue siendo Dios: «porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí». Se trata de una lección magistral de lo que es la humildad. Como nos ha explicado Blaise Pascal, la grandeza inconmensurable del ser humano radica en que Dios nos eleva desde nuestra obvia pequeñez. No hay contradicción en afirmar ambos extremos, sino todo lo contrario. María profetiza a Pascal y a Chesterton, que también tenía claro el esplendor de la paradoja. Negar, por falsa humildad que ella era la madre de Dios, era hacer de menos a Dios.


La causa de nuestra alegría es su alegría, cuya causa es Dios, como en una cascada: «y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador». Hay otra prefiguración literaria de primer nivel. La felicidad se produce «porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava». Nos encontramos aquí a san Juan de la Cruz prefigurado: «y yéndolos mirando con sola su figura/ vestidos los dejó de su hermosura». Eso es lo que la Virgen sabe que le ha pasado a ella, y lo celebra.


Son numerosos los ecos bíblicos que resuenan en su cántico. Naturalmente. No se puede ser un buen poeta sin ser un lector profundo y con buena memoria. Uno de los recursos literarios esenciales es la intertextualidad, porque, como dijo Simone Weil, «sin eco, no hay arte». No se trata de citas pedantes, por presumir, ni tampoco de la pereza creativa que se confirma con hacer un patchwork de citas de los salmos. María escoge con ojo experto qué versículos hablan de ella. Compone un poema absolutamente personal con la historia de la salvación, porque su persona se ha convertido en el eje de la historia de la salvación, alrededor de la cual giran las alabanzas y las profecías.


La autenticidad biográfica se ve con mucha claridad en el versículo que reza: «De generación en generación se derrama su misericordia». Como la Virgen va a ser madre, casi subonscientemente y, en todo caso, un hermosísimo pudor, da una razón genealógica, y generativa, a la piedad de Dios. Sin duda, recordaba también a santa Ana y a san Joaquín. Habla de generaciones quien ha sido hija y va a ser madre. Quien siente en su seno la misericordia de Dios ya encarnada. Y recuerda la promesa a nuestros padres y vuelta, a la descendencia. Quien habla está plenamente inserta en el fluir de las generaciones, en la historia de la familia de Dios.


La paradoja, como supo Kierkegaard, es la pasión del pensamiento. La Virgen la maneja magistralmente en su magnífico poema. Incluye otra: tanta felicidad y misericordia de Dios se derrama «sobre aquellos que le temen». También subraya su poder: «El poder de su brazo, dispersó a los soberbios, derribó a los poderosos de su trono». El Dios de las batallas, ojo, es glorificado por quien lo lleva en su seno como ser diminuto e indefenso. Los verbos no son blandos ni edulcorados, y hay como un dulce regodeo en la fuerza de Dios: «Derribó, dispersó, despidió». María se declara partidaria del temor de Dios hasta el punto de considerarlo una de las principales razones para celebrarlo. Demuestra una lógica deliciosa: sólo el poderoso puede auxiliar a su siervo en todo momento y para siempre.


«Para siempre» es su palabra final, o sea, que el Magníficat no termina nunca. Su autora es la Señora del tiempo. Mayo es su tiempo. Todos los mayos, para siempre.

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