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A la salida de clase, una alumna me muestra una tableta de turrón de chocolate que se ha traído para merendar. Se me salen los ojos, porque hoy he comido en el IES (poco y mal). Pero no me ofrece. Sólo me cuenta que se ha comprado la tableta porque «se lo merece».
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Le ruego que no use esa expresión, que es feísima. Me mira pidiendo un desarrollo. Le explico que la sociedad y, especialmente la publicidad y el marketing político, están empeñados en hablarnos de nuestros merecimientos: «porque yo lo valgo», «España no se merece un gobierno que mienta» y tal y cual. Y eso, además de que en muchos casos es mentira, nos priva del agradecimiento, de la sorpersa y de la gratuidad. Nos convierte en esa cosa tan acre que es un acreedor, en vez de esa maravilla que es un regalado.
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Dice: «Es verdad y se lo digo a mis padres cuando me regalan cosas o me llevan a cenar porque me lo merezco». Les digo: «Sólo he cumplido con mi deber». Yo creo que ese extremo también está bien. La gratitud chestertoniana, por arriba, y la exigencia estoica, por abajo. Pero nuestros merecimientos por en medio que los vean otros, si acaso. Asiente y sigue comiéndose su turrón de chocolate sin ofrecerme ni un poquito. Será que no me lo merezco.