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Avanzaba por la boda entre conocidos y saludados, sin haber llegado aún al reducto de los amigos, cuando inesperadamente dos chicas guapísimas, altísimas y jovencísimas vinieron a saludarme. ¿A mí? Creo que hasta miré para atrás, por si sus sonrisas tenían otro afortunado destinatario. No, era yo. Primer prodigio.
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Les habían dicho que yo era escritor, y ambas, segundo prodigio, eran unas apasionadas de la lectura. Querían conocerme, si no me importaba. «Si no me he visto en otra…», les confesé. No me habían leído, como eran natural, pero era lo de menos, y además se hacían el firme propósito de leerme en cuanto acabase la fiesta.
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Allí estaba yo, mejor imposible, hablando de libros con mis inverosímiles amigas. Una era bisnieta de Paul Claudel, ahí es nada. No me sorprendió, porque yo lo supe en cuanto me dijo su nombre y se lo dije, así que la sorprendida fue ella. Su amiga íntima no lo sabía. ¡Qué poco presumida es la gente con más motivo para serlo! Y así seguíamos hablando de unos libros y de otros hasta que se produjo el tercer y más increíble prodigio, lo nunca visto. Una de esas dos bellezas que me estaban dedicando un tiempo que los más jóvenes envidarían hasta la médula de su ser y que me preguntaban por los títulos de mis libros, dijo, de pronto, muy sinceramente abochornada: «Pero no quiero aburrirte hablando de libros…». Mi carcajada se oyó en todo el aperitivo: «Jamás pensé que nadie me dijese eso». Ellas también ser rieron: «Claro, perdona, es la costumbre…»