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Escribo un artículo contra mí en La Gaceta. Esta angustia mía por aprovechar el tiempo no puede ser nada buena. Y encima ahora tengo que sacar tiempo para releer Oceanografía del tedio, donde Eugenio d’Ors filosofa sobre este gravísimo problema que nos aqueja. En éstas me llama el jardinero a voz en grito. Lo hace a menudo. Cada cosa que trabaja en el jardín quiere que la vea, tome nota y se la aplauda. Yo tengo alergia por esta costumbre muy de los oficios. El fontanero que quiere que veas como destasca una tubería o el electricista que muestra un enorme interés en que te apasione su cambio del cuadro de luces. Yo no fuerzo a nadie a que me mire mientras escribo, digo. El caso es que suelo salir muy malhumorado a ver qué quiere esta vez que le aplauda el jardinero. Pero hoy, para aplicarme mi artículo, he decidido tomármelo con muchísima calma y una ancha sonrisa. Lo increíble es que lo he logrado y lo magnífico es que él se ha dado cuenta a los cinco minutoss. Me ha preguntado: «¿Hoy no tienes nada que escribir, eh? ¡Qué bien descansar un poco!». En vez de alegrarme por mi éxito, he recordado el trabajo que me esperaba y me he vuelto refunfuñando a mi despacho; pero durante un rato he sido un ocioso veraneante.