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He recomendando mucho Léxico familiar de Natalia Ginzburg con variable éxito. No entiendo que no encante. Se lee muy bien —a su envés— el léxico familiar propio; y lo mejor de todo es que lo potencia. Tras leer a Ginzburg se rie uno más en casa. Esto es, viendo las bromas que se gastaban en la casa de la italiana y las palabras que funcionaban «como su latín» y eran claves secretas, se descubren mejor las nuestras. Una conversación repetida en mi familia, por ejemplo, es que Leonor proteste de que ese día yo no me he levantado a desayunar con ella. Que yo diga entonces que lo hago casi siempre. Que ella bufe. Y que los niños salgan en mi defensa, recordándole que ella se acuesta muy temprano, mientras que yo me quedo escribiendo y leyendo hasta al final. Leonor es la primera que se va a la cama y yo el último. Pero ayer Leonor dijo: «Pero es que anoche nos acostamos a la vez». Y entonces, casi imperceptiblemente, vi un brillo en los ojillos de ambos simultáneamente y que, sin ponerse de acuerdo, las orejitas se les ponían tiesas, como atisbando algo raro, no sé con qué grado de conciencia.