Me la encuentro en la playa, recién llegada de Madrid, en esa situación que siempre me recuerda el poema «Las amigas» de José Manuel Benítez Ariza:
Tras los saludos de rigor, hace un giro de muñeca magistral. Mi mujer y su amiga, que se habían levantado a saludarla, se van a ir a sus sendas toallas, dejando a los dos viejos amigos con sus nostalgias. ¡Es tan joven mi mujer! Pero entonces mi amiga, con la autoridad de la edad, les dijo: «Eh, no, quedaos aquí quietas paradas un momento, que tengo que contar una cosa de Enrique». La cosa era que en una cena con un directivo importante de no sé qué de su marido, salió mi nombre y ese caballero era un lector mío (Dios se lo pague; y yo le doy las gracias si estuviese leyendo esto). Ella —nos contó— habló muy orgullosa de lo amiga mía que era y echaron así un rato estupendo, muy distendido.
Lo magistral del giro de muñecade mi amiga estriba en que los elogios hay que hacerlos al cónyuge y, todavía más, ante las amigas de la mujer. Resultó muy delicado por el conocimiento de la psicología conyugal, pero también porque reconocía que a mí me iba a importar mucho menos o que, si me importaba, no iba a tener ninguna trascendencia ni hacerme ningún bien.
Yo estoy muy orgulloso de las amigas que tuve y que tengo.
